Ya no eres mi mamá: La traición de mi hija
—¡No me hables más! ¡Ya no eres mi mamá!—. El grito de Mariana retumbó en la casa como un trueno en la madrugada. Sentí que el piso se abría bajo mis pies, que el aire se volvía denso y me ahogaba. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento la niña que arrullé en mis brazos se convirtió en una extraña?
Recuerdo el día en que nació Mariana como si fuera ayer. Tenía veinte años, la piel aún marcada por la adolescencia y el corazón lleno de ilusiones. Su papá, Julián, era mi primer amor, un muchacho de barrio en Medellín, con sueños grandes y miedo a comprometerse. Cuando le conté que estaba embarazada, su rostro se descompuso. Aguantó unos meses, pero cuando Mariana cumplió nueve meses, una mañana simplemente no volvió. Me dejó una nota: “No estoy listo para esto. Perdóname”.
Mi mamá había muerto cuando yo tenía quince años y mi papá… bueno, él se fue antes de que yo pudiera siquiera decirle “papá”. Así que me quedé sola, con una niña en brazos y un mundo hostil allá afuera. Trabajé de lo que pude: vendí arepas en la esquina, limpié casas en El Poblado, cuidé niños ajenos mientras el mío crecía con la vecina doña Rosa.
Mariana creció fuerte y rebelde, con una inteligencia aguda y una lengua afilada. Siempre quise darle lo mejor, aunque a veces solo podía ofrecerle arroz con huevo y un abrazo apretado. Cuando cumplió quince años, le hice una fiesta sencilla en el patio de la casa. Ella sonreía, pero sus ojos buscaban algo más allá de mí, algo que yo no podía darle.
—¿Por qué nunca hablas de mi papá?— me preguntó una noche mientras lavábamos los platos.
—Porque no hay mucho que decir, hija— respondí, evitando su mirada.
—¿Y si lo busco?— insistió.
Sentí un puñal en el pecho. ¿Qué podía decirle? ¿Que su padre nos abandonó porque le dio miedo? ¿Que nunca preguntó por ella? Solo asentí con la cabeza y cambié de tema.
Los años pasaron y Mariana se volvió cada vez más distante. Empezó a salir con un grupo de chicos del barrio Laureles, algunos con fama de problemáticos. Yo trataba de hablarle, de advertirle, pero cada palabra mía era recibida con indiferencia o burla.
—Tú no entiendes nada, mamá. No sabes lo que es crecer sin nada— me gritó una tarde después de que le prohibí salir con uno de esos muchachos.
—¿Y tú crees que yo sí lo tuve todo?— respondí, alzando la voz por primera vez en años.
La tensión crecía entre nosotras como una tormenta anunciada. Un día, Mariana llegó a casa con los ojos rojos y la ropa sucia. Había estado en una fiesta y alguien le ofreció algo para “sentirse mejor”. Lloré toda la noche mientras ella dormía inconsciente en su cuarto.
Intenté buscar ayuda: hablé con la orientadora del colegio, fui a la iglesia del barrio, incluso le pedí consejo a doña Rosa. Todos decían lo mismo: “Dale amor y paciencia”. Pero el amor no siempre basta cuando las heridas son tan profundas.
Un domingo por la tarde, Mariana me enfrentó en la cocina.
—Me voy a vivir con mi papá— soltó de golpe.
—¿Con Julián? ¿Después de todos estos años?— pregunté incrédula.
—Sí. Él me entiende más que tú. Al menos él no me juzga.—
Sentí cómo mi mundo se desmoronaba. Le rogué que no se fuera, le recordé todo lo que había hecho por ella: las noches sin dormir, los trabajos mal pagados, los sueños postergados. Pero ella solo me miró con frialdad.
—Tú elegiste tenerme. Yo no te pedí nacer.—
Esa frase me atravesó como una bala. Mariana empacó sus cosas y se fue esa misma noche. No supe de ella durante meses. Cada día era una tortura: miraba su cuarto vacío, repasaba sus fotos de niña, escuchaba su risa en los rincones de la casa.
Un día recibí una llamada del hospital San Vicente: Mariana había tenido un accidente en moto. Corrí como loca hasta allá. Cuando llegué, Julián estaba sentado junto a su cama. Me miró con culpa y tristeza.
—Lo siento, Lucía. No supe cómo ayudarla.—
Me acerqué a Mariana; estaba pálida y débil. Le tomé la mano y sentí el mismo amor feroz de siempre.
—Perdóname, mami— susurró apenas.
Lloramos juntas por primera vez en años. Pero el daño ya estaba hecho; nuestra relación nunca volvió a ser igual. Mariana se recuperó físicamente, pero entre nosotras quedó un abismo imposible de cruzar.
Hoy vivo sola en la misma casa donde crié a mi hija. A veces me llama para saber cómo estoy; otras veces pasan semanas sin noticias suyas. Me pregunto si algún día podrá perdonarme por mis errores o si yo podré perdonarla por los suyos.
¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? A veces siento que sigo esperando a esa niña que arrullé entre mis brazos… ¿Ustedes qué harían si su propio hijo les dijera que ya no son su madre?