Ya tienes tu propia familia, Mariana. ¡No vuelvas más!
—¡Ya tienes tu propia familia, Mariana! ¡No vuelvas más!
Las palabras de mi madre retumbaron en el pasillo, rebotando entre las paredes de la casa donde crecí, como si quisieran expulsarme hasta del aire que respiraba. Me quedé parada en la entrada, con la maleta aún en la mano y mi hija pequeña, Camila, aferrada a mi pierna. El olor a café recién hecho y pan dulce no lograba suavizar la tensión que se había instalado desde que crucé el umbral.
—Mamá, sólo vine a verlos… —intenté decir, pero ella ya se había dado la vuelta, secándose las manos en el delantal, como si quisiera borrar mi presencia junto con la harina.
Mi papá ni siquiera salió de su cuarto. Desde que me casé con Javier y nos mudamos a Ciudad de México, las visitas se volvieron menos frecuentes y más incómodas. Pero esta vez era diferente: venía porque lo necesitaba. Porque después de perder mi trabajo y pelearme con Javier por enésima vez, sólo quería sentirme en casa otra vez.
—¿Por qué viniste ahora? —preguntó mi madre desde la cocina, sin mirarme—. Tienes tu vida allá, tu esposo, tu hija… Aquí ya no hay espacio para tus problemas.
Sentí un nudo en la garganta. Camila me miró con esos ojos grandes, esperando que yo le explicara por qué su abuela no le sonreía como antes. Me agaché y le susurré:
—Vamos al patio, mi amor. A ver si todavía están los girasoles.
El jardín seguía igual: la bugambilia trepando por la barda, el columpio oxidado que mi papá hizo cuando yo tenía la edad de Camila. Me senté en el escalón y dejé que el sol me calentara la espalda. Recordé los domingos de carne asada, los gritos de mis hermanos jugando fútbol, las risas de mi mamá cuando papá le contaba chistes malos.
Pero ahora todo era distinto. Mis hermanos se habían ido a Estados Unidos buscando trabajo; sólo quedaba yo para cargar con las expectativas y los reproches. Y ahora ni siquiera eso.
—¿Por qué no podemos quedarnos unos días? —le pregunté a mi madre cuando salió al patio con una charola de pan.
—Porque aquí ya no es tu casa, Mariana. Ya eres grande. Tienes que aprender a resolver tus cosas sola —dijo, sin mirarme a los ojos.
—¿Eso te enseñaron tus padres? ¿A cerrarles la puerta a tus hijos cuando más te necesitan?
Vi cómo se le humedecían los ojos, pero se mantuvo firme.
—No entiendes lo difícil que es para mí… —susurró—. Desde que te fuiste, todo cambió. Tu papá ya no es el mismo. Yo tampoco. Y tú… tú tienes otra familia ahora.
Quise gritarle que mi familia eran ellos también. Que aunque tuviera una hija y un esposo, seguía necesitando a mi mamá cuando sentía que el mundo se me venía encima. Pero las palabras se atoraron en mi pecho.
Esa noche dormimos en el cuarto donde antes compartía secretos con mi hermana Lucía. Camila se acurrucó junto a mí y me preguntó:
—¿Por qué abuela está triste?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que crecer a veces significa perder lugares seguros? ¿Que las familias también se rompen aunque nadie lo quiera?
Al día siguiente, intenté hablar con mi papá mientras arreglaba su viejo vocho en el garaje.
—Papá… ¿te molesta que haya venido?
Él siguió trabajando en silencio, hasta que finalmente murmuró:
—No es eso, hija. Es que… cuando te fuiste sentí que ya no necesitabas nada de nosotros. Y ahora regresas… pero ya no sé cómo ayudarte.
Me sentí más sola que nunca. ¿Era cierto? ¿Había dejado de pertenecer a ese lugar sólo por buscar una vida diferente?
Esa tarde, mientras Camila jugaba con unas muñecas viejas, me senté con mi madre en la cocina. El silencio era pesado, pero finalmente ella habló:
—Cuando eras niña, siempre decías que querías volar lejos. Yo sabía que algún día te irías… pero nunca pensé que dolería tanto verte regresar así.
Me tomó la mano y por primera vez en mucho tiempo lloramos juntas. Lloramos por lo perdido, por lo cambiado, por lo que nunca volvería a ser igual.
—Mamá… sólo quiero sentir que todavía tengo un lugar aquí —le dije entre sollozos.
Ella me abrazó fuerte y susurró:
—Siempre tendrás un lugar en mi corazón, Mariana. Pero tienes que aprender a construir tu propio hogar también.
Esa noche decidí regresar a la ciudad al día siguiente. No porque no quisiera quedarme, sino porque entendí que aferrarme al pasado sólo me hacía daño a mí y a ellos.
Antes de irme, llevé a Camila al jardín una vez más. Le mostré cómo plantar una semilla de girasol y le dije:
—A veces hay que dejar ir un lugar para poder crecer en otro.
Mientras el autobús nos alejaba del pueblo, miré por la ventana y pensé: ¿De verdad uno deja de pertenecer al lugar donde creció? ¿O es posible llevar las raíces consigo y florecer en otro lado?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede volver a casa después de haber construido una nueva vida? ¿O hay momentos en los que hay que soltar para poder avanzar?