El Cumpleaños de Doña Carmen: Una Fiesta, Un Peso y Un Grito Silencioso
—¿Otra vez en nuestra casa, Mariana? —escuché la voz de mi esposo, Julián, mientras yo intentaba equilibrar la bandeja de empanadas calientes con una mano y limpiar el jugo derramado por mi hijo Emiliano con la otra.
—¿Y dónde más, Julián? —respondí, sin poder evitar que la frustración se colara en mi tono—. Tu mamá ya lo decidió. Y tú, como siempre, ni te enteraste.
El reloj marcaba las seis de la tarde y el calor del verano en Monterrey se sentía más fuerte dentro de la cocina. El ventilador apenas movía el aire espeso. Afuera, escuchaba las risas de mis cuñadas, Valeria y Fernanda, mientras decoraban el patio con globos y serpentinas. Yo llevaba desde las nueve de la mañana cocinando: mole, arroz, ensalada rusa, pastel tres leches. Todo tenía que estar perfecto para Doña Carmen.
Doña Carmen… Mi suegra. La matriarca. La que nunca olvida recordarme que su hijo merece lo mejor. La que siempre encuentra un defecto en mi sazón o en la manera en que doblo las servilletas.
—Mariana, ¿ya pusiste suficiente sal al arroz? —preguntó Valeria asomándose a la cocina—. A mamá no le gusta desabrido.
—Sí, Valeria —respondí apretando los dientes—. Ya lo probé tres veces.
Mi hija Lucía entró corriendo, tropezando con el perro y casi tirando el pastel.
—¡Mamá! ¡El globo azul se voló!
—No pasa nada, hija —le dije, intentando sonreír—. Ve con tu papá y dile que te ayude a inflar otro.
Pero Julián estaba en el patio, platicando con su primo Raúl sobre el partido del domingo. Nadie parecía notar que yo era la única que no había parado ni un segundo.
A las siete llegaron los primeros invitados: tías, primos, vecinos. Todos saludaban a Doña Carmen con abrazos y regalos. Yo apenas podía salir de la cocina para darles la bienvenida. Sentía el sudor pegajoso en mi espalda y las piernas temblorosas por el cansancio.
—Mariana, ¿me traes un vaso de agua? —pidió Doña Carmen desde su trono improvisado en la sala.
—Claro, suegra —dije, tragándome las ganas de gritar.
Mientras llenaba el vaso, escuché a Fernanda decirle a su madre:
—Mamá, ¿viste cómo Mariana se las arregla para todo? Yo no podría.
—Pues debería aprender —respondió Doña Carmen—. Eso es lo que hace una buena esposa.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era todo lo que valía? ¿Ser buena esposa significaba sacrificarme siempre?
La cena fue un desfile de platos y sonrisas forzadas. Todos comían y reían mientras yo iba y venía entre la cocina y el comedor. Nadie me preguntó si necesitaba ayuda. Nadie notó cuando me quemé la mano sacando el mole del horno.
Al final, cuando por fin me senté a tomar un respiro, escuché a Doña Carmen decir:
—El arroz está un poco pasado de sal… pero bueno, se agradece el esfuerzo.
Las risas se apagaron por un segundo. Sentí las miradas sobre mí. Quise llorar, pero me tragué las lágrimas.
Después del pastel y las mañanitas, Julián se acercó a mí mientras recogía los platos sucios.
—Gracias por todo, amor. Mi mamá está feliz.
Lo miré a los ojos y sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
—¿Y yo? ¿A mí quién me pregunta si estoy feliz?
Julián se quedó callado. Por primera vez noté una sombra de incomodidad en su rostro.
—Mariana…
—No —lo interrumpí—. Estoy cansada, Julián. Cansada de ser invisible. De que todos vengan aquí a celebrar y nadie mueva un dedo para ayudarme. ¿Por qué siempre tiene que ser en nuestra casa? ¿Por qué siempre yo?
Él bajó la mirada y no supo qué decirme. Sentí que algo dentro de mí se rompía.
Esa noche, después de que todos se fueron y la casa quedó en silencio, me senté sola en la cocina oscura. Miré mis manos agrietadas por el trabajo y pensé en mi madre, allá en Veracruz, que siempre me decía: «No te olvides de ti misma, hija».
Me di cuenta de que había dejado que los demás decidieran por mí durante demasiado tiempo. Que había confundido amor con sacrificio ciego.
Al día siguiente, cuando Julián me preguntó si ya estaba pensando en la próxima reunión familiar, lo miré fijamente y le dije:
—No. La próxima vez será en casa de Valeria o Fernanda. O que tu mamá decida dónde quiere celebrar. Yo también merezco disfrutar una fiesta sin sentirme esclava.
Él asintió en silencio. No sé si entendió del todo, pero al menos esta vez me escuchó.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas en tradiciones que las desgastan? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que nuestro valor dependa del sacrificio silencioso?