El silencio tras las paredes: La historia de un vecino en Ciudad del Sol

—¡Basta, por favor! —La voz aguda de Matías atravesó la pared como un cuchillo. Eran las dos de la madrugada y yo, sentado en mi cama, sentí cómo el corazón me latía en la garganta. No llevaba ni tres semanas viviendo en el departamento 302 de la Torre Jacarandá, en pleno centro de Ciudad del Sol, y ya había aprendido a distinguir los gritos de mis vecinos del 304.

Cuando firmé los papeles, creí que por fin había alcanzado la estabilidad que tanto anhelé. Mi madre, desde su casa en Mendoza, me felicitó entre lágrimas: “¡Por fin, hija! ¡Te lo merecés, Lucía!” Pero esa noche, mientras escuchaba los sollozos ahogados de Matías y los portazos furiosos de su padre, sentí que la felicidad se me escurría entre los dedos.

Al día siguiente, bajé al lobby fingiendo casualidad para cruzarme con la familia. La madre, Verónica, tenía ojeras profundas y una sonrisa forzada. Matías, un niño flaco de unos ocho años, evitaba mi mirada mientras se aferraba a su mochila. El padre, Ernesto, era un hombre robusto con voz grave y un saludo seco.

—Buenos días —dije, intentando sonar natural.

Verónica asintió apenas. Ernesto ni siquiera me miró. Matías murmuró algo que no entendí y se apretó más contra su madre. Sentí una punzada de impotencia. ¿Qué podía hacer yo? ¿Llamar a la policía? ¿Hablar con la administración? ¿O simplemente mirar hacia otro lado como hacían los demás vecinos?

Esa tarde, mientras preparaba mate en mi cocina, escuché un golpe sordo seguido de un llanto ahogado. No lo pensé dos veces: salí al pasillo y toqué la puerta del 304. Nadie respondió. Volví a insistir.

—¿Quién es? —La voz de Verónica sonaba temblorosa.

—Soy Lucía, tu vecina. Escuché un ruido fuerte y me preocupé…

La puerta se entreabrió apenas. Vi a Matías detrás de ella, con los ojos rojos y una marca morada en el brazo.

—Todo está bien —dijo Verónica rápidamente—. Gracias por preocuparte.

Quise decir algo más, pero Ernesto apareció detrás de ellas como una sombra.

—¿Algún problema? —preguntó con tono desafiante.

—No… sólo quería saber si necesitaban algo —balbuceé.

Cerraron la puerta sin más palabras. Me quedé allí, sintiéndome inútil y cobarde.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi infancia en Mendoza, en los gritos que escuchaba desde la casa de al lado y cómo mi madre siempre me decía: “No te metas, Lucía. Esos problemas son ajenos.” Pero ahora era yo quien escuchaba los gritos y sentía el peso de no hacer nada.

Los días pasaron y la rutina del edificio siguió como si nada ocurriera. Los vecinos saludaban con sonrisas vacías; nadie mencionaba los ruidos nocturnos ni las discusiones. Una tarde encontré a Matías sentado solo en las escaleras del edificio. Tenía una libreta en la mano y dibujaba algo con un lápiz mordido.

—¿Qué dibujás? —le pregunté suavemente.

Matías dudó antes de mostrarme el cuaderno: era un dibujo de una casa con ventanas grandes y un sol enorme sobre el techo.

—¿Es tu casa? —pregunté.

Él negó con la cabeza.

—Es la casa donde quiero vivir algún día —susurró.

Sentí un nudo en la garganta. Me senté a su lado y le ofrecí una galleta que llevaba en mi bolso.

—¿Te gusta vivir aquí?

Matías bajó la mirada.

—A veces… cuando papá no está —respondió casi inaudible.

En ese momento supe que no podía seguir ignorando lo que pasaba tras esas paredes. Pero también sabía que cualquier paso en falso podía empeorar las cosas para Matías y su madre.

Esa noche llamé a mi amiga Camila, que trabaja como psicóloga social en una ONG local.

—Cami, no sé qué hacer —le confesé entre lágrimas—. Siento que si denuncio puedo ponerlos en peligro, pero si no hago nada soy cómplice.

Camila me escuchó con paciencia y me explicó los protocolos para estos casos: “Lo más importante es que Verónica sepa que no está sola. A veces basta con ofrecer apoyo o información sobre lugares donde pueden pedir ayuda.”

Al día siguiente dejé una nota anónima bajo la puerta del 304 con el número de una línea gratuita para víctimas de violencia familiar y el contacto de la ONG donde trabaja Camila. No sabía si serviría de algo, pero era lo único que podía hacer sin ponerlos en riesgo inmediato.

Pasaron semanas sin novedades. Los gritos seguían, aunque menos frecuentes. Un día encontré a Verónica en el ascensor; sus ojos estaban hinchados pero su voz sonaba más firme.

—Gracias por preocuparte —me dijo en voz baja—. Sé que fuiste vos quien dejó la nota.

No supe qué responder. Sólo asentí y le apreté la mano suavemente.

Un mes después, Ernesto desapareció del edificio. Nadie supo decirme si se fue por trabajo o si Verónica finalmente reunió el valor para echarlo. Lo cierto es que desde entonces los ruidos cesaron y Matías empezó a sonreír más seguido; incluso me mostró orgulloso su último dibujo: una casa parecida a la nuestra, pero llena de flores y ventanas abiertas.

A veces me pregunto si hice lo suficiente o si debí haber actuado antes. En este país donde tantas veces nos enseñan a no meternos en problemas ajenos, ¿cuántos Matías siguen esperando que alguien escuche sus gritos tras las paredes? ¿Cuántos vecinos preferimos callar por miedo o comodidad?

¿Y vos? Si estuvieras en mi lugar… ¿te animarías a intervenir o mirarías hacia otro lado?