Cinco años de silencio: ¿Perdonar la deuda o exigir justicia familiar?
—¿Y entonces? ¿Vas a dejar que se salgan con la suya otra vez? —La voz de mi mamá retumba en la cocina, mientras revuelve el café con una furia contenida.
Yo miro por la ventana, las luces de la ciudad de Medellín titilando como si fueran testigos de mi indecisión. Hace cinco años, Marta y Rubén, mis suegros, nos pidieron un préstamo. No era poca cosa: diez millones de pesos. Era todo lo que habíamos ahorrado Julián y yo para el nacimiento de nuestra hija, Valentina. “Es solo por unos meses”, prometió Rubén, con esa sonrisa que siempre me pareció demasiado fácil.
Recuerdo el día exacto. Llovía a cántaros y Marta lloraba en la sala de nuestro pequeño apartamento. “La casa en Santa Fe se está cayendo a pedazos”, sollozaba. “Es el único lugar donde puedo respirar tranquila”. Julián me miró, buscando mi aprobación. Yo asentí, porque en ese momento creí que ayudar a la familia era lo correcto.
Pero los meses se volvieron años. Y la deuda se volvió silencio.
—No quiero problemas con Julián —le digo a mi mamá, bajando la voz—. Él dice que ya está, que lo olvidemos.
—¡Claro! Porque es fácil ser generoso con tu plata —me responde ella, apretando los labios—. ¿Y Valentina? ¿No pensás en ella? Ese dinero era para su futuro.
Mi mamá tiene razón. Pero también sé lo que significa para Julián: Marta es su única familia viva. Rubén nunca fue un padre ejemplar, pero ahora que está enfermo del corazón, Julián siente culpa por cada reclamo.
Esa noche, mientras acuesto a Valentina, escucho a Julián hablando por teléfono en el balcón.
—No te preocupes, mamá… Sí, sí, yo sé… No, no le voy a decir nada a Carolina…
Mi nombre. Mi nombre en una conversación a escondidas. Siento un nudo en el estómago.
Al día siguiente, decido enfrentar a Julián.
—¿Por qué no podemos hablar de esto como adultos? —le pregunto mientras desayuno—. ¿Por qué siempre es un secreto?
Él suspira y deja el café sobre la mesa.
—Carito… ellos no tienen cómo pagarnos. ¿Para qué hacerlos sentir peor? Mi mamá ya está sufriendo bastante con lo de mi papá.
—¿Y nosotros? ¿No sufrimos también? —le respondo, sintiendo cómo me tiembla la voz—. Ese dinero era nuestro colchón. Ahora vivimos al día y nadie parece recordarlo.
Julián me mira con tristeza. Sé que odia los conflictos. Pero yo también odio sentirme invisible.
Las semanas pasan y el tema se convierte en una sombra entre nosotros. Mi mamá insiste cada vez que puede:
—¿Ya les dijiste algo? ¿O vas a dejar que te vean la cara?
Pero yo no quiero ser la mala del cuento. No quiero ser la nuera interesada ni la esposa resentida.
Un domingo, Marta nos invita a almorzar en su casa. La mesa está llena de arepas y jugo de guayaba. Rubén sonríe débilmente desde su silla de ruedas.
—Gracias por venir, hijos —dice Marta—. Me alegra verlos juntos.
Durante el almuerzo, Valentina corretea por el patio y yo observo cómo Julián ayuda a su papá a servirse sopa. Siento una punzada de culpa: ¿será tan grave pedirles que nos devuelvan lo nuestro?
Al final del día, Marta me toma de la mano en la cocina.
—Carito… sé que te hemos fallado —susurra—. No tenemos cómo pagarte ahora. Pero te prometo que algún día lo haremos.
Sus ojos están llenos de lágrimas. Por un momento quiero abrazarla y decirle que no importa. Pero pienso en mi mamá, en Valentina, en las noches sin dormir haciendo cuentas.
Esa noche discuto con Julián otra vez.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la comprensiva? —le grito—. ¡Siempre es tu familia primero!
Él se queda callado mucho rato antes de responder:
—Porque si no los ayudo yo… nadie más lo hará.
Me encierro en el baño y lloro en silencio. Siento rabia, tristeza y una soledad profunda.
Los días siguientes son un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. En el trabajo apenas puedo concentrarme; todo me recuerda la deuda pendiente.
Una tarde recibo un mensaje de mi mamá:
“¿Sabés qué? Si vos no les decís nada, lo hago yo”.
El miedo me recorre el cuerpo como un escalofrío. No quiero más peleas ni secretos. Decido llamar a Marta.
—Suegra… necesito hablar con usted —le digo con voz temblorosa—. Sobre el dinero…
Ella guarda silencio unos segundos.
—Carito… si pudiera devolvértelo hoy mismo lo haría —me dice al fin—. Pero no puedo. Lo único que tengo para darte es mi gratitud… y mi promesa de que algún día te lo pagaré.
Cuelgo el teléfono sintiéndome peor que antes. ¿De qué sirve una promesa vacía?
Esa noche Julián llega tarde del hospital donde trabaja. Lo espero despierta.
—No puedo más con esto —le digo apenas entra—. O resolvemos esto juntos o… no sé si podamos seguir así.
Él se sienta a mi lado y me toma la mano.
—Perdonémosles la deuda —me pide con voz baja—. Por favor… hagámoslo por paz mental, por Valentina… por nosotros.
Me quedo callada largo rato. Pienso en todo lo que hemos perdido: dinero, confianza, tranquilidad. Pero también pienso en lo que podríamos perder si seguimos así: nuestra familia.
Al día siguiente le digo a mi mamá:
—Decidimos perdonarles la deuda… No quiero más odio ni resentimiento en mi casa.
Ella me mira como si no pudiera creerlo.
—¿Y vos creés que ellos harían lo mismo por vos?
No sé qué responderle. Tal vez nunca lo sabré.
Hoy escribo esto con el corazón apretado pero ligero. A veces perdonar es más difícil que exigir justicia… pero también es una forma de liberarse.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una deuda familiar aunque eso signifique renunciar a su propio bienestar? ¿O exigirían justicia aunque eso rompa la familia?