El bautizo de Valentina: Entre tradiciones y nuevos tiempos
—¿Cómo que el bautizo será en el restaurante El Mirador? —le pregunté a Camila, mi hija, con la voz temblorosa y la mirada fija en el teléfono. No podía creer lo que escuchaba. En mi época, los bautizos se hacían en casa, con arroz con pollo, gelatina y la familia apretada en el patio. Ahora, ella quería algo «moderno» y «elegante».
—Mamá, es lo mejor. Así no te preocupas por cocinar ni limpiar. Además, quiero que Valentina tenga fotos lindas para cuando crezca —me respondió Camila, con ese tono que mezcla dulzura y firmeza, como si ya hubiera tomado la decisión mucho antes de consultarnos.
Colgué el teléfono y miré a Juan, mi esposo, que leía el periódico en la mesa de la cocina. Le conté la noticia y él solo suspiró profundo.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —me preguntó—. ¿Sabes cuánto cuesta un regalo para un bautizo así? No podemos ir con una ropita y ya.
Sentí un nudo en el estómago. No solo era el gasto del regalo; era la sensación de que nuestra manera de celebrar ya no era suficiente para los nuevos tiempos. Me sentí vieja, fuera de lugar.
Esa noche casi no dormí. Pensaba en mi nieta Valentina, tan chiquita, y en cómo todo parecía girar alrededor de las apariencias. Recordé mi propio bautizo, con mi mamá sirviendo tamales y mi papá poniendo música de Los Panchos en la radio. Todos reían, los niños corrían descalzos por el patio y los adultos bailaban hasta tarde. ¿Por qué ahora todo tenía que ser tan complicado?
Al día siguiente, Camila vino a casa para hablar más del tema. Traía una lista de invitados y hasta un menú impreso del restaurante.
—Mamá, quiero que estén tranquilos. Yo me encargo de todo —dijo mientras revisaba su celular—. Solo les pido que vayan bien arreglados y, bueno…
Se quedó callada unos segundos.
—¿Y?
—Que si pueden ayudarme con el pastel. Es que el que ofrecen en el restaurante es muy caro.
Juan y yo nos miramos. Por dentro sentí alivio; al menos podía contribuir con algo hecho por mí. Siempre he sido buena para los pasteles de tres leches.
—Claro, hija —le respondí—. Yo me encargo del pastel.
Pero luego vino la pregunta inevitable:
—¿Y el regalo? —preguntó Juan, sin rodeos.
Camila bajó la mirada.
—Mamá… papá… No quiero que se sientan presionados, pero… bueno, todos están dando dinero o cosas grandes. Es lo que se acostumbra ahora.
Sentí vergüenza. ¿Cómo íbamos a competir con los regalos de la familia de su esposo? Ellos tienen negocios, viajan al extranjero… Nosotros apenas llegamos a fin de mes con la pensión y lo que saco vendiendo empanadas.
Esa semana fue un infierno. Juan y yo discutimos varias veces sobre qué hacer. Él quería pedirle prestado a su hermano Ernesto; yo me negaba rotundamente.
—No voy a endeudarme por un bautizo —le dije una noche, mientras lavaba los platos—. Si Camila quiere algo grande, que lo pague ella.
—Pero es nuestra nieta —me respondió él—. No quiero que piensen que somos tacaños.
La tensión crecía cada día. Hasta dejé de ir al mercado para no toparme con las vecinas chismosas que seguro ya sabían del evento.
Una tarde, mientras preparaba empanadas para vender, llegó mi hermana Lucía sin avisar.
—¿Qué te pasa? Tienes cara de funeral —me dijo mientras se servía un café.
Le conté todo entre lágrimas: el restaurante, el regalo, la presión… Lucía me abrazó fuerte.
—Mira, hermana —me dijo—, los tiempos cambian pero el amor no. Haz lo que puedas y ya. Si Camila no lo entiende ahora, lo entenderá cuando le toque apretarse el cinturón.
Sus palabras me dieron algo de paz. Decidí hacer un pastel hermoso y comprarle a Valentina una medallita de oro sencilla pero significativa; era lo que podía dar sin sentirme menos.
El día del bautizo llegó rápido. El restaurante estaba decorado como para una boda: globos blancos, flores frescas y hasta una mesa de dulces con letras doradas que decían “Valentina”. Me sentí fuera de lugar entre tanta elegancia; mis zapatos viejos rechinaban en el piso brillante.
La familia del esposo de Camila llegó en camionetas nuevas; todos vestidos como si fueran a una gala. Saludaron amablemente pero sentí sus miradas curiosas sobre nosotros: los abuelos humildes.
Durante la ceremonia vi a Camila nerviosa, revisando todo: la música, las fotos, los invitados. Apenas tuvo tiempo para abrazarnos.
Cuando llegó la hora de los regalos, sentí un calor subirme al rostro. Vi cajas enormes envueltas en papel brillante y sobres gruesos con dinero. Juan me apretó la mano cuando le entregamos nuestra pequeña caja a Camila.
Ella abrió la medallita y por un momento vi sus ojos llenarse de lágrimas. Me abrazó fuerte y susurró:
—Gracias, mamá… Es hermosa.
Sentí alivio pero también tristeza. ¿Era suficiente? ¿O solo estaba cumpliendo?
La fiesta siguió entre risas y fotos para Instagram. Yo me senté en una esquina a observarlo todo: los niños jugando con globos caros, los adultos hablando de viajes y negocios… Me sentí invisible.
Al final del día, Camila se acercó a despedirse.
—Mamá… perdón si te hice sentir mal con todo esto —me dijo bajito—. Solo quería hacer algo especial para Valentina… pero creo que me olvidé de lo más importante: la familia.
La abracé fuerte y lloramos juntas unos minutos. Juan se acercó y nos rodeó con sus brazos callados pero firmes.
Esa noche volví a casa cansada pero tranquila. Entendí que las tradiciones cambian pero el amor permanece si uno sabe poner límites y hablar desde el corazón.
Ahora me pregunto: ¿cuántas familias más estarán luchando entre lo nuevo y lo viejo? ¿Vale la pena sacrificar nuestra paz por cumplir expectativas ajenas? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?