El compromiso de mi hermana que rompió a mi familia: entre la traición y el perdón
—¿Por qué no puedes simplemente alegrarte por mí, Mariana? —La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y tristeza.
Yo apreté los puños bajo la mesa. El calor de la tarde se colaba por las cortinas de la casa de mamá en San Miguel de Tucumán, pero lo que sentía era frío. Frío en el pecho, en las manos, en las palabras que no me animaba a decirle a mi hermana menor.
—No es eso, Lucía —susurré, tratando de no romperme frente a ella—. Es que… ¿no ves lo que estás haciendo?
Ella se levantó de golpe, la silla rechinando sobre el piso de cerámica. Mamá, parada en la puerta de la cocina, nos miraba con los ojos llenos de lágrimas. Papá ni siquiera había querido bajar del cuarto desde que supo la noticia.
Lucía tenía apenas veintidós años. Yo, con veintisiete, me sentía vieja y cansada en comparación. El hombre con el que se iba a casar, Ernesto, tenía cuarenta y cinco. Era amigo de papá desde hacía años. Había estado en todos nuestros cumpleaños, asados y fiestas familiares. Siempre con una sonrisa amable, siempre trayendo regalos caros y palabras dulces para todos. Nunca imaginé que detrás de esa fachada se escondía un deseo tan oscuro.
—No me importa lo que piensen —dijo Lucía, su voz ahora firme—. Lo amo y él me ama. ¿Eso no es suficiente?
Mamá rompió a llorar. Yo sentí cómo la rabia me subía por la garganta.
—¿Y a vos no te importa lo que esto le hace a la familia? ¿A papá? ¿A mamá? ¿A mí? —le grité, incapaz de contenerme más—. ¡Ernesto podría ser tu papá!
Lucía se quedó quieta, mirándome como si yo fuera una extraña. En ese momento supe que algo se había roto entre nosotras.
La noticia del compromiso corrió como pólvora por el barrio. Las vecinas murmuraban en la verdulería, los amigos de papá lo miraban con lástima en el club social. Mamá dejó de salir de la casa. Papá empezó a beber más seguido y a encerrarse en su taller. Yo sentía que todo lo que habíamos construido como familia se desmoronaba frente a mis ojos.
Una noche, después de escuchar a mamá llorar sola en la cocina, fui al cuarto de Lucía. Ella estaba empacando una valija.
—¿Te vas? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
—Me voy con Ernesto —respondió sin mirarme—. Acá ya no tengo nada.
Me senté a su lado en la cama, buscando las palabras correctas. Pero lo único que salió fue un sollozo ahogado.
—¿Por qué él? —le pregunté finalmente—. ¿Por qué alguien tan diferente a vos?
Lucía se quedó callada un largo rato antes de responder.
—Porque él me escucha, Mariana. Porque me hace sentir importante. Porque cuando estoy con él no soy «la hija menor», ni «la hermanita»… Soy yo.
Sentí una punzada de culpa. ¿Habíamos sido tan ciegos? ¿Tan egoístas?
El día del compromiso fue un espectáculo doloroso. Solo asistieron algunos amigos de Ernesto y dos tías lejanas que siempre buscaban excusas para salir en las fotos. Mamá se quedó en casa con migraña; papá ni siquiera preguntó cómo le había ido a Lucía.
Yo fui porque sentí que debía protegerla, aunque fuera desde lejos. Vi cómo Ernesto le tomaba la mano con fuerza, cómo le susurraba cosas al oído mientras ella sonreía nerviosa. Vi también cómo algunos hombres del círculo de Ernesto la miraban con descaro, como si fuera un trofeo.
Esa noche discutí con Ernesto por primera vez.
—¿De verdad creés que esto está bien? —le pregunté cuando lo encontré solo en el patio.
Él me miró con una sonrisa cínica.
—Lucía es mayor de edad, Mariana. Y lo nuestro es real. Vos deberías ocuparte de tu propia vida en vez de meterte en lo que no te incumbe.
Sentí ganas de gritarle, pero me contuve. Sabía que cualquier palabra podía ser usada en mi contra.
Los meses pasaron y la distancia entre Lucía y nosotros se hizo abismo. Mamá enfermó del corazón; papá perdió el trabajo y empezó a vender herramientas del taller para pagar las cuentas. Yo trabajaba doble turno en el hospital para ayudar en casa y apenas tenía fuerzas para seguir adelante.
Una tarde recibí un mensaje inesperado: «Necesito verte». Era Lucía.
Nos encontramos en una cafetería del centro. Lucía estaba pálida, ojerosa, con las manos temblorosas.
—No puedo más —me dijo apenas nos sentamos—. Ernesto no es quien yo pensaba… Me controla todo el tiempo, me revisa el celular, me grita si salgo sola…
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Te hizo algo? —pregunté, temiendo la respuesta.
Ella negó con la cabeza, pero sus ojos decían otra cosa.
—No quiero volver a casa… pero tampoco quiero seguir con él —susurró—. ¿Me podés ayudar?
La abracé fuerte, sintiendo cómo temblaba entre mis brazos.
Esa noche volvíamos juntas a casa. Mamá lloró al verla; papá no dijo nada, pero le preparó un mate como cuando éramos chicas.
No fue fácil reconstruirnos como familia. Las heridas seguían abiertas; los reproches flotaban en el aire cada vez que alguien mencionaba el nombre de Ernesto. Pero poco a poco aprendimos a escucharnos más, a pedir perdón por lo no dicho y lo mal hecho.
Hoy Lucía estudia psicología y ayuda a otras chicas que pasaron por situaciones similares. Papá consiguió trabajo en una carpintería; mamá sonríe más seguido y hasta volvió a salir con sus amigas del barrio. Yo sigo trabajando en el hospital y aprendí que nadie está exento de equivocarse ni de sufrir por amor.
A veces me pregunto si realmente logramos perdonar o si simplemente aprendimos a vivir con las cicatrices.
¿Ustedes creen que el amor puede sanar cualquier herida? ¿O hay traiciones que nunca se olvidan?