El Silencio de la Confianza: Una Historia en San Miguel de los Andes
—¡Padre Tomás, no puede entrar! —gritó doña Rosa, la sacristana, mientras yo empujaba la puerta de la iglesia bajo la lluvia torrencial. El agua me corría por la sotana y el corazón me latía tan fuerte que apenas podía escuchar el repiqueteo de las gotas en el techo de zinc.
—Déjeme pasar, Rosa. Necesito hablar con ellos —le respondí, con la voz quebrada. Sabía que adentro me esperaban los ojos acusadores del pueblo, los murmullos que ya recorrían las calles empedradas de San Miguel de los Andes. Sabía que mi vida, hasta ese momento dedicada a servir a Dios y a mi gente, estaba a punto de cambiar para siempre.
Todo comenzó hace apenas una semana, aunque ahora parece una eternidad. Era domingo y la iglesia estaba llena. Los niños del catecismo habían preparado una pequeña obra sobre la Virgen de Guadalupe. Al final, como siempre, me acerqué a felicitar a los pequeños. Me arrodillé frente a Lucía, la hija menor del alcalde Ramiro, y le besé la mano en señal de respeto y cariño, como hacía mi abuela conmigo cuando era niño en Jujuy.
No imaginé que ese gesto, tan inocente para mí, sería el inicio de mi calvario.
Esa misma tarde, Ramiro vino a verme al despacho parroquial. Entró sin saludar y cerró la puerta con fuerza.
—Padre Tomás, ¿qué clase de ejemplo está dando? —me espetó, con los ojos encendidos de furia.
—No entiendo, Ramiro. ¿De qué habla?
—Mi hija llegó llorando a casa. Dice que usted la tocó delante de todos. ¿Qué pretende? ¿Quiere que el pueblo pierda la fe?
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Traté de explicarle que solo había querido mostrarle respeto, pero él no quiso escucharme. Salió dando un portazo y esa noche los rumores comenzaron a crecer como maleza en campo abandonado.
Al día siguiente, nadie me saludó en la panadería. Doña Marta me negó el saludo y don Ernesto, el carnicero, me miró con desprecio. Los niños cruzaban la calle para no pasar cerca mío. Mi madre, que vive en Salta, me llamó llorando:
—¿Qué hiciste, hijo? Aquí ya llegó el chisme…
Intenté mantenerme firme. Seguí celebrando misa aunque los bancos estaban cada vez más vacíos. Solo Rosa y un par de ancianas seguían viniendo. Pero yo sentía que cada palabra que pronunciaba rebotaba contra las paredes frías y volvía a mí cargada de dudas.
Una noche, mientras rezaba solo en el altar, escuché pasos detrás mío.
—Padre… —era Lucía, con los ojos llenos de lágrimas—. Yo no quise que esto pasara. Solo le conté a mi papá que usted me besó la mano porque me sentí especial… pero él se enojó mucho.
Me arrodillé junto a ella y le tomé las manos temblorosas.
—No es tu culpa, Lucía. A veces los adultos vemos monstruos donde solo hay sombras.
Pero el daño ya estaba hecho. El alcalde exigió al obispo mi traslado inmediato. La prensa local llegó al pueblo y los titulares hablaban de «escándalo en la parroquia». Mi nombre se volvió sinónimo de sospecha.
Mi hermana Mariana vino desde Tucumán para apoyarme. Nos sentamos en la cocina de la casa parroquial mientras afuera los vecinos murmuraban.
—¿Por qué no te defiendes? —me preguntó entre lágrimas—. ¡Diles la verdad!
—¿Y quién me va a creer? —le respondí—. Aquí la palabra del alcalde pesa más que la mía.
Esa noche no pude dormir. Recordé mi infancia humilde, las tardes ayudando a mi madre a vender empanadas en la plaza, los años en el seminario soñando con cambiar el mundo desde un pequeño altar. ¿Todo eso se iba a perder por un malentendido?
El domingo siguiente decidí enfrentar al pueblo. Subí al púlpito y miré a los pocos fieles que quedaban.
—He sido acusado injustamente —dije con voz firme—. Pero no vengo a pedirles compasión ni a defenderme. Vengo a recordarles que todos somos humanos y que la confianza es un don sagrado que debemos cuidar… y también saber reparar cuando se rompe.
Vi lágrimas en los ojos de Rosa y sentí un nudo en la garganta. Cuando bajé del altar, nadie se acercó a saludarme.
Esa tarde empaqué mis cosas. Antes de irme, Lucía vino corriendo y me abrazó fuerte.
—Perdóneme, padre…
—No tienes nada que perdonar, hija —le susurré—. Solo prométeme que nunca dejarás de confiar en tu corazón.
Subí al viejo colectivo rumbo a Salta con el alma hecha pedazos. Miré por la ventana cómo San Miguel de los Andes se alejaba entre la niebla y pensé en todo lo perdido: mi vocación, mi gente, mi fe en la justicia del pueblo.
Ahora escribo estas líneas desde la casa de mi madre, rodeado del olor a pan casero y del calor familiar que nunca traiciona. Me pregunto si algún día podré volver a confiar plenamente en las personas… o si este dolor será una herida abierta para siempre.
¿Hasta dónde puede llegar un rumor para destruir una vida? ¿Y cómo se reconstruye lo sagrado cuando todo parece perdido? Los leo…