El visitante inesperado del borde del monte
—¡Mamá, hay alguien en el patio!— gritó Camila desde la ventana, su voz temblando como las hojas del guayabo cuando sopla el viento fuerte del sur. Dejé caer la regadera y corrí hacia la puerta trasera. El sol caía a plomo sobre las tejas rojas de nuestra casa en San Martín, ese pueblo perdido entre el monte y la carretera vieja, donde todos nos conocemos pero nadie se atreve a hablar de lo que pasa en los límites del bosque.
Allí estaba él: un hombre alto, con la ropa sucia y la mirada perdida, parado justo al borde donde terminan las bugambilias y empieza la espesura del monte. No era de por aquí, lo supe al instante. En San Martín, hasta los forasteros tienen cara conocida, pero este hombre era como una sombra arrancada del monte mismo.
—¿Qué busca?— pregunté, tratando de sonar firme aunque sentía el corazón golpearme las costillas.
El hombre no respondió. Solo miró a Camila, que se asomaba detrás de mí, y luego a mí, como si buscara algo más que palabras. Sentí un escalofrío. El monte siempre me había dado respeto, pero nunca miedo. Hasta ese día.
Mi esposo, Julián, llegó corriendo desde el galpón con el machete en la mano. —¿Quién es usted?— exigió. El hombre levantó las manos despacio.
—No quiero problemas. Solo busco a Lucía— dijo con voz ronca.
Lucía. Ese nombre cayó como una piedra en medio del silencio. Mi madre se llamaba Lucía, pero había muerto hacía años. O eso creíamos todos. Miré a Julián buscando respuestas, pero él solo apretó más el machete.
—Aquí no hay ninguna Lucía— mentí, sintiendo una punzada de culpa. ¿Por qué ese hombre buscaba a mi madre? ¿Qué sabía él que nosotros no?
El hombre bajó la cabeza y murmuró algo que no alcancé a oír. Luego se internó otra vez en el monte, desapareciendo entre los troncos y la maleza como si nunca hubiera estado allí.
Esa noche no pude dormir. El recuerdo de mi madre volvió con fuerza: sus silencios, sus miradas al horizonte cuando creía que nadie la veía, las veces que me prohibió acercarme al monte sola. ¿Qué secretos había dejado enterrados entre esos árboles?
Al día siguiente, fui a ver a mi tía Rosa, la única hermana viva de mi madre. La encontré sentada en su mecedora, hilando historias viejas con sus manos arrugadas.
—Tía, ¿mamá tenía enemigos? ¿Alguien que pudiera buscarla después de tantos años?
Rosa me miró largo rato antes de responder. —Tu mamá era buena mujer, pero el pasado siempre vuelve, hija. Hay cosas que es mejor no remover.
Pero yo no podía quedarme quieta. Esa tarde volví al borde del monte. El aire olía a tierra mojada y miedo. Caminé despacio entre los árboles hasta encontrar una pequeña choza abandonada. Dentro, todo estaba cubierto de polvo y telarañas, menos una foto vieja sobre la mesa: mi madre, mucho más joven, abrazada a un hombre que no era mi padre.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Quién era ese hombre? ¿Era el mismo que había venido a buscarla?
Esa noche enfrenté a Julián.
—¿Sabías algo de esto? ¿Por qué nunca me contaste nada?
Él bajó la mirada. —Tu mamá llegó aquí huyendo de algo o de alguien. Nunca quiso hablar del pasado. Yo solo respeté su silencio.
La tensión creció en casa. Camila empezó a tener pesadillas; decía que veía sombras moviéndose entre los árboles por las noches. Los vecinos comenzaron a murmurar: que si habíamos traído mala suerte al dejar entrar al forastero, que si el monte estaba reclamando lo suyo.
Una tarde, mientras recogía leña cerca del arroyo, escuché pasos detrás de mí. Era el hombre otra vez.
—No vengo a hacer daño— dijo antes de que pudiera gritar.— Solo quiero saber si Lucía está bien… Ella me salvó la vida hace muchos años.
Me contó su historia: era un migrante guatemalteco que había cruzado la frontera huyendo de la violencia. Mi madre lo había escondido en esa misma choza cuando yo era apenas una niña. Habían compartido secretos y miedos bajo el mismo techo hasta que él tuvo que seguir su camino para no ponerla en peligro.
—Nunca pude olvidarla— dijo con lágrimas en los ojos.— Solo quería agradecerle… o despedirme.
Sentí una mezcla de rabia y ternura. Rabia por los secretos que me habían robado parte de mi historia; ternura por ese hombre roto por la vida y por mi madre valiente que nunca dejó de ayudar a quien lo necesitaba.
Le conté que Lucía había muerto hacía años. Él lloró en silencio y luego me entregó una carta arrugada.
—Esto es para ti. Ella quería que supieras quién era realmente.
Esa noche leí la carta bajo la luz temblorosa de una vela. Mi madre me hablaba desde el pasado: me contaba cómo había huido de un marido violento en Guatemala, cómo cruzó sola hasta México y luego llegó a San Martín buscando paz para criarme lejos del miedo. Me habló del hombre al que ayudó y de cómo él le devolvió la esperanza cuando todo parecía perdido.
Lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente fui al monte y enterré la carta junto al árbol favorito de mi madre. Sentí que por fin podía perdonarla… y perdonarme por no haber preguntado antes.
Desde entonces, cada vez que miro el monte ya no veo solo sombras ni misterios sin resolver. Veo la fuerza de quienes sobreviven y los secretos que nos hacen quienes somos.
A veces me pregunto: ¿cuántas historias como la mía se esconden en los montes y pueblos de Latinoamérica? ¿Cuántos secretos callamos por miedo o vergüenza? ¿Y si atrevernos a preguntar fuera el primer paso para sanar?