La sorpresa que no sorprende: una tarde en la casa de los Ramírez

—¡Mamá, por favor dime que no lo olvidaste otra vez!— gritó Valeria, entrando como un torbellino al pequeño departamento de la colonia Narvarte. Su mochila de la UNAM cayó al suelo con un golpe seco, y sus ojos oscuros me atravesaron con una mezcla de reproche y desesperación.

Yo estaba frente al espejo del pasillo, intentando domar mis canas con un poco de gel barato. Sentí el temblor en mis manos, ese temblor que me acompaña desde hace años, pero mi voz salió tranquila, casi resignada.

—¿De qué hablas, Valeria?— pregunté, aunque en el fondo sabía perfectamente a qué se refería. La fecha estaba marcada en el calendario, pero entre las cuentas por pagar, el trabajo en la panadería y los problemas con tu papá, simplemente se me fue.

Valeria bufó. —¡El trámite de la beca, mamá! ¡Te lo pedí hace un mes! Hoy era el último día para entregar los papeles firmados. ¿Sabes lo que significa para mí esa beca?—

Me mordí el labio. Claro que lo sabía. Era su única oportunidad de terminar la carrera sin tener que trabajar doble turno en el Oxxo. Pero la vida no me da tregua: ayer se enfermó tu abuela y tuve que llevarla al Seguro Social; antier tu hermano llegó borracho y rompió la ventana; y hoy… hoy simplemente no pude más.

—Perdóname, hija. De verdad lo intenté…—

Valeria se dejó caer en la silla del comedor. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. —Siempre es lo mismo, mamá. Siempre hay algo más importante que yo.—

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo explicarle que todo lo hago por ella y su hermano? ¿Cómo decirle que a veces siento que me ahogo entre tantas responsabilidades?

—No digas eso, Valeria. Tú eres lo más importante para mí.—

Ella negó con la cabeza. —No lo parece. Siempre estás ocupada con la abuela, con Javier, con el trabajo… Nunca tienes tiempo para mí.—

Me acerqué y le tomé la mano. —¿Tú crees que yo quería esta vida? ¿Crees que soñaba con levantarme a las cinco para hacer pan y regresar a casa a cuidar a todos? Yo también tenía sueños, Valeria.—

Por primera vez en mucho tiempo, vi compasión en sus ojos. Pero también rabia.

—¿Y por eso yo tengo que pagar? ¿Por tus sueños rotos?—

El silencio se hizo pesado. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y el olor a tamales se colaba por la ventana abierta.

En ese momento entró Javier, mi hijo menor, arrastrando los pies y con la mirada perdida. —¿Otra vez peleando?— murmuró sin mirarnos.

Valeria se levantó de golpe. —¡Claro! Porque aquí nadie escucha a nadie. Mamá nunca cumple y tú sólo piensas en tus fiestas.—

Javier se encogió de hombros y fue directo al refrigerador. —No es mi culpa que todo sea un drama aquí.—

La tensión era insoportable. Sentí ganas de gritarles a los dos que dejaran de pelear, que entendieran mi cansancio, mi soledad… pero sólo pude sentarme y mirar mis manos temblorosas.

Valeria tomó su mochila y se dirigió a la puerta. —Me voy a casa de Mariana. Al menos allá sí me escuchan.—

—Valeria…— susurré, pero ya había salido dando un portazo.

Javier me miró de reojo. —No le hagas caso. Siempre hace drama.—

—No entiendes nada, Javier.—

Él se encogió de hombros otra vez y salió al patio a fumar un cigarro escondido.

Me quedé sola en la cocina, rodeada del olor a pan viejo y café frío. Recordé cuando Valeria era niña y corría a abrazarme después de la escuela; cuando Javier me pedía cuentos antes de dormir; cuando todavía sentía que podía con todo.

Pero los años pesan. El abandono de su padre nos dejó heridas profundas: él se fue con otra mujer cuando Valeria tenía diez años y Javier apenas seis. Desde entonces he sido madre y padre, enfermera y proveedora, confidente y verdugo.

A veces siento que no soy suficiente para ellos. Que todo lo hago mal.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los pasos de Javier en el patio y el silencio doloroso del cuarto vacío de Valeria. Pensé en llamarla, pero el orgullo pudo más.

Al día siguiente, mientras preparaba café para mi madre enferma, ella me miró con sus ojos cansados.

—No te castigues tanto, hija. Los hijos nunca entienden hasta que les toca vivirlo.—

Le sonreí débilmente. —¿Tú crees que algún día me perdonen?—

Mi madre suspiró. —Perdonar es fácil; entender es lo difícil.—

A media mañana sonó el teléfono. Era Mariana, la mejor amiga de Valeria.

—Señora Lucía, ¿puede venir? Valeria está muy mal…—

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Salí corriendo sin siquiera cambiarme el delantal.

Cuando llegué al departamento de Mariana en la colonia Del Valle, encontré a Valeria hecha un ovillo en el sofá, llorando desconsolada.

Me arrodillé junto a ella y le acaricié el cabello como cuando era niña.

—Perdóname, hija… No soy perfecta. Pero te amo más que a nada en este mundo.—

Valeria me abrazó fuerte, temblando.

—Tengo miedo de fracasar, mamá… Tengo miedo de ser como tú.—

Sentí un nudo en la garganta. —Ojalá seas mejor que yo, hija. Pero si alguna vez te caes, aquí estaré para levantarte.—

Nos quedamos así largo rato, llorando juntas por todo lo perdido y lo que aún podíamos salvar.

Esa tarde regresamos a casa tomadas de la mano. Javier nos miró sorprendido pero no dijo nada; sólo nos sirvió café caliente y pan dulce.

La vida siguió igual: problemas económicos, enfermedades, discusiones… Pero algo había cambiado entre nosotras: ahora sabíamos que podíamos hablar desde el dolor sin miedo a rompernos del todo.

A veces me pregunto si algún día mis hijos entenderán todo lo que hice por ellos; si podrán perdonarme por mis errores y amarme a pesar de mis fallas.

¿Ustedes creen que las madres siempre debemos ser fuertes? ¿O también tenemos derecho a quebrarnos alguna vez?