Los Tres Amores de Mi Vida: Un Viaje Entre el Dolor y la Esperanza

—¿Por qué siempre terminas solo, José?—me preguntó mi madre una noche, mientras el vapor del café empañaba la ventana de la cocina. Yo tenía veintisiete años y acababa de regresar a su casa en Iztapalapa después de que Roberto me dejara. No supe qué responderle. ¿Era culpa mía? ¿O simplemente el destino se empeñaba en arrebatarme lo que más quería?

Roberto fue mi primer amor. Lo conocí en la UNAM, entre marchas estudiantiles y tardes de poesía en Coyoacán. Él era todo lo que yo no: seguro, valiente, capaz de besarme en público sin miedo al qué dirán. Recuerdo la primera vez que me llevó a su casa en la Narvarte; su mamá nos sirvió pozole y me miró con una mezcla de sospecha y ternura. «Cuida a mi hijo», me dijo. Yo asentí, aunque no sabía cómo se cuidaba a alguien cuando ni siquiera podía cuidarme a mí mismo.

Nuestro amor era intenso, pero también frágil. Roberto quería irse del país; soñaba con una vida en Barcelona, lejos de los prejuicios y la violencia que a veces sentíamos en las calles. Yo no podía dejar a mi familia, menos a mi abuela que ya estaba enferma. Discutimos tantas veces por eso. Una noche, después de una pelea, él hizo las maletas y se fue. Me dejó una carta: «No te detengas por mí. Aprende a volar, aunque sea solo».

Me costó meses salir del hueco en el que caí. Mis amigos intentaron animarme: «Vamos al Zócalo, José, hay concierto gratis». Pero yo solo quería quedarme en mi cuarto, escuchando el eco de su risa en mi cabeza. Mi madre, siempre práctica, me decía: «El amor no lo es todo, hijo. Hay que trabajar, hay que vivir».

El segundo amor llegó cuando menos lo esperaba. Nathan era colombiano, llegó a México huyendo de la violencia en Medellín. Nos conocimos en un taller de fotografía en la Roma. Él tenía una mirada triste y un acento que me hacía sonreír. Empezamos como amigos; compartíamos historias de nuestras infancias marcadas por la pobreza y el miedo. Un día, después de una exposición, me besó bajo la lluvia. Sentí que el mundo se detenía.

Con Nathan aprendí que el amor también puede ser refugio. Cocinábamos arepas los domingos y bailábamos salsa en el departamento diminuto que compartíamos con otros migrantes. Pero la vida no es una película romántica. Nathan no podía encontrar trabajo estable; los papeles nunca llegaban y la ansiedad lo consumía. Empezó a beber más de la cuenta. Una noche, después de una discusión fuerte por dinero, rompió un vaso contra la pared y me gritó que yo no entendía nada.

Me asusté. Recordé las historias de mi tía sobre su esposo violento y supe que tenía que irme antes de convertirme en otra estadística. Le dejé una nota: «Te amo, pero no puedo salvarte si tú no quieres salvarte».

Volví a casa de mi madre, otra vez derrotado. Ella solo suspiró y me abrazó fuerte. «La vida sigue, José», me dijo mientras me acariciaba el cabello como cuando era niño.

El tercer amor fue el más inesperado: Zoe. La conocí en un grupo de apoyo para personas LGBTQ+ en la Condesa. Ella era psicóloga, hija de migrantes peruanos, y tenía una risa contagiosa. Al principio solo éramos amigos; compartíamos historias sobre nuestras familias conservadoras y los retos de ser quienes somos en una ciudad tan grande y contradictoria como esta.

Una noche, después de una marcha del orgullo, Zoe me tomó la mano y me preguntó: «¿Alguna vez has pensado que tal vez el amor no tiene que doler tanto?» Me reí nervioso y le respondí: «No lo sé, siempre he pensado que el amor es sufrimiento».

Con Zoe aprendí a sanar mis heridas. No éramos pareja tradicional; éramos compañeros de vida, cómplices en la búsqueda de sentido. Salíamos a caminar por Chapultepec los domingos y hablábamos sobre nuestros sueños: ella quería abrir un centro comunitario para jóvenes LGBT; yo soñaba con escribir un libro sobre mis amores perdidos.

Pero incluso los amores sanos pueden terminar. Zoe recibió una beca para estudiar en Argentina y yo no quise detenerla. Nos abrazamos fuerte en el aeropuerto y prometimos escribirnos cada semana. Al principio lo hicimos, pero poco a poco los mensajes se volvieron menos frecuentes hasta desaparecer.

Ahora estoy aquí, solo otra vez, escuchando la lluvia golpear el vidrio mientras pienso en todo lo que he perdido y ganado en estos años. Mi madre ya no me pregunta por qué estoy solo; ahora solo me mira con tristeza y esperanza mezcladas.

A veces me pregunto si el amor está hecho para durar o si solo es un destello fugaz que nos enseña algo antes de irse. ¿Vale la pena seguir buscando? ¿O tal vez el verdadero amor es aprender a estar bien con uno mismo?

¿Ustedes qué piensan? ¿El amor siempre duele o puede ser refugio? ¿Han tenido que dejar ir a alguien para poder encontrarse a sí mismos?