Me siento una extraña en mi propia casa: el relato de abuela y nieta en Ciudad de México

—¿Por qué tienes que dejar tus cosas tiradas en la sala, Valeria? —le pregunté, tratando de controlar el temblor en mi voz mientras recogía una mochila abierta y unos audífonos enredados entre los cojines.

Ella ni siquiera levantó la vista del celular. —Ahorita los quito, abue. No te estreses.

Pero ya era tarde. El nudo en mi garganta crecía. ¿En qué momento mi casa se volvió un campo de batalla silencioso? Antes, cada rincón tenía mi aroma, mis recuerdos, mis reglas. Ahora, desde que Valeria llegó hace seis meses para estudiar medicina en la UNAM, siento que camino de puntillas entre sus horarios, sus amigos y sus costumbres.

Recuerdo el día que mi hija Lucía me llamó desde Monterrey:

—Mamá, ¿puedes recibir a Vale mientras estudia? Allá no tenemos conocidos y tú siempre has dicho que la casa se siente sola.

Y sí, la soledad pesaba. Desde que murió mi esposo, el silencio era mi única compañía. Pensé que la llegada de Valeria sería un bálsamo. Imaginé tardes de café, risas compartidas, ver juntas las novelas. Pero la realidad fue otra.

Valeria es buena niña, no lo niego. Pero su mundo es otro. Llega tarde de la universidad, a veces ni cena conmigo porque sale con sus amigos del grupo de teatro. Pone música rara a todo volumen, deja platos sucios en el fregadero y se encierra horas en su cuarto con videollamadas. Yo intento adaptarme, pero a veces siento que estorbo.

Una noche, después de escucharla reírse a carcajadas con sus amigas mientras yo trataba de dormir, me levanté y toqué su puerta.

—¿Puedes bajar la voz? Mañana tengo cita con el doctor y necesito descansar.

—¡Ay, abue! Es temprano todavía —me respondió con fastidio—. Además, tú también fuiste joven.

Me quedé helada. Sí, fui joven. Pero nunca le hablé así a mi madre. Cerré la puerta despacio y me fui al baño a llorar en silencio.

Al día siguiente, mientras preparaba café, escuché cómo Valeria le contaba a alguien por teléfono:

—Mi abuela es buena onda pero a veces no entiende nada. Se pone intensa por cualquier cosa.

Sentí que el corazón se me apretaba. ¿Eso pensaba de mí? ¿Era yo una carga?

Intenté acercarme. Le propuse ver una película mexicana juntas, como hacíamos antes con Lucía. Ella aceptó a regañadientes, pero estuvo todo el tiempo revisando su celular. Cuando terminó la película, se fue sin decir nada.

Empecé a notar pequeños cambios en la casa: fotos mías y de mi esposo desplazadas por selfies de Valeria y sus amigos; mis plantas marchitas porque ella olvidaba regarlas cuando yo salía; hasta el olor del suavizante cambió porque ella compró uno nuevo «más fresco».

Un día encontré a Valeria llorando en la cocina. Me acerqué despacio.

—¿Qué pasa, hija?

—Nada, abue… Es que reprobé un examen y no sé si sirvo para esto —me confesó entre sollozos.

La abracé fuerte. Por un momento sentí que volvía a ser mi niña chiquita. Le preparé un té y le conté cómo yo también tuve miedo cuando llegué a Ciudad de México desde Veracruz siendo joven y sin conocer a nadie.

Esa noche cenamos juntas y hablamos largo rato. Me contó de sus sueños, de sus miedos, de lo difícil que es ser joven hoy. Yo le hablé del dolor de perder a su abuelo y de lo sola que me sentía a veces.

Parecía que algo había cambiado entre nosotras. Pero los días siguientes todo volvió a lo mismo: ella en su mundo, yo en el mío.

Una tarde escuché una conversación entre Valeria y su mamá por altavoz:

—Mamá, creo que le estoy quitando espacio a la abue… A veces siento que no encajo aquí.

Lucía respondió:

—Dale tiempo, hija. La abuela te quiere mucho. Pero también tienes que respetar su casa.

Me encerré en mi cuarto y lloré otra vez. ¿Cómo podía ser que ambas nos sintiéramos extrañas bajo el mismo techo?

Empecé a salir más: al mercado, al parque, a visitar a mis vecinas. Prefería estar fuera antes que sentirme invisible en mi propia casa. Un día llegué temprano y encontré a Valeria cocinando chilaquiles para las dos.

—Abue… ¿te puedo pedir perdón? Sé que he sido grosera y desordenada. Es que todo esto es nuevo para mí también —me dijo con los ojos llenos de sinceridad.

Nos sentamos juntas y hablamos como hacía mucho no lo hacíamos. Le expliqué cómo me sentía desplazada; ella me contó lo difícil que era vivir lejos de su mamá y adaptarse a la ciudad.

Decidimos poner reglas: respetar horarios, compartir tareas, tener una noche a la semana solo para nosotras. No fue fácil al principio; hubo recaídas y discusiones. Pero poco a poco fuimos encontrando un equilibrio.

Hoy todavía hay días en los que extraño mi soledad tranquila o me molesta ver la sala llena de mochilas y libros. Pero también disfruto las noches de películas o los domingos cocinando juntas tamales para vender en el edificio.

A veces me pregunto si algún día volveré a sentir que esta casa es solo mía… o si aprenderé a compartirla sin perderme yo misma en el proceso.

¿Ustedes han sentido alguna vez que ya no pertenecen al lugar donde siempre vivieron? ¿Cómo han logrado encontrar su espacio sin perder el corazón del hogar?