Nadie Decente Regala una Lavadora en una Boda: Crónica de un Desencuentro Familiar
—¡Te juro, mamá, que si alguien se atreve a regalarnos una lavadora o una nevera en la boda, me levanto y me voy!—grité, con la voz quebrada, mientras mi madre, Lucía, me miraba desde la cocina con esa mezcla de paciencia y resignación que solo las madres mexicanas saben tener.
Era la víspera de mi boda con Camila, y la casa olía a mole y nervios. Mi hermana menor, Valeria, se asomó desde el pasillo, con los ojos abiertos como platos. Mi papá, don Ernesto, fingía leer el periódico pero no podía evitar escuchar cada palabra. En mi familia, los regalos de boda siempre habían sido tema de discusión: que si la tía Yolanda regaló una plancha usada en el casamiento de mi primo Javier, que si el tío Rubén llegó con una licuadora envuelta en papel periódico. Pero yo quería algo diferente. Quería que mi boda fuera especial, moderna, sin esos detalles que siempre terminaban en chismes y resentimientos.
—Ay, hijo—suspiró mi mamá—, en nuestra época eso era lo normal. ¿Qué tiene de malo que te regalen algo útil? Mejor eso que una vajilla fea que ni vas a usar.
—¡Porque no se trata de utilidad!—respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho—. Se trata de respeto. Nadie decente regala una lavadora o un refri en una boda. Eso es como decirte: “Aquí está tu vida de ama de casa”.
Mi mamá se quedó callada. Vi cómo apretaba los labios y bajaba la mirada. Sentí culpa al instante, pero ya era tarde. El silencio se hizo pesado, solo roto por el burbujeo del mole en la olla.
Esa noche no pude dormir. Me quedé pensando en todo lo que había dicho. Recordé las historias de mi abuela Rosa, que llegó a Ciudad de México desde Puebla con una maleta y un molcajete como único regalo de bodas. Pensé en Camila, mi futura esposa, que venía de una familia más acomodada y moderna. Su mamá, doña Teresa, ya había dejado claro que no quería “cosas de pobres” en la lista de regalos.
El día de la boda llegó con un sol radiante y un aire denso de expectativas no dichas. La ceremonia fue hermosa: Camila lloró al decir sus votos y yo sentí que el corazón se me salía del pecho. Pero cuando llegó el momento del banquete y los regalos empezaron a apilarse en la mesa principal, sentí un nudo en el estómago.
Vi a mi tía Yolanda acercarse con una caja enorme envuelta en papel dorado. Me miró con esa sonrisa nerviosa que pone cuando sabe que va a hacer algo polémico.
—Para ustedes, muchachos—dijo—. Que les sirva mucho.
Camila me miró de reojo. Yo tragué saliva y sonreí forzadamente. Cuando abrimos la caja más tarde, ahí estaba: una lavadora automática marca Mabe, reluciente y práctica.
La noticia corrió como pólvora entre los invitados. Mi suegra puso cara de asco y murmuró algo sobre “la falta de clase”. Mi mamá se acercó a mí con los ojos llenos de lágrimas.
—Perdónanos, hijo. Solo queríamos ayudarte a empezar bien tu vida.
Sentí cómo se me rompía algo adentro. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué lo material podía más que el cariño?
Esa noche, después del baile y los brindis forzados, Camila y yo discutimos en la habitación del hotel.
—¿Ves? Te dije que esto iba a pasar—me reclamó ella—. Tu familia siempre tan… tan tradicional.
—¿Y qué tiene de malo?—respondí, cansado—. Al menos ellos piensan en nosotros. No como tu mamá, que solo quiere presumir.
La pelea duró horas. Al final, Camila se quedó dormida llorando y yo salí al balcón a fumar un cigarro que sabía a derrota.
Pasaron los meses y la lavadora quedó arrumbada en el cuarto de servicio. Cada vez que la veía sentía una mezcla de vergüenza y nostalgia. Mi mamá dejó de llamarme tanto; sentí su distancia como un castigo silencioso.
Un día, mientras lavaba ropa a mano porque la lavadora seguía sin instalarse (Camila se negaba), recibí una llamada urgente: mi papá había tenido un infarto.
Corrí al hospital sin pensarlo. Ahí estaba mi mamá, sola en la sala de espera, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Perdón, mamá—le dije entre sollozos—. Fui un idiota.
Ella me abrazó fuerte.
—No importa el regalo, hijo. Lo importante es que estemos juntos.
Mi papá salió adelante, pero algo cambió en mí después de ese susto. Empecé a visitar más seguido a mis padres; Camila poco a poco fue entendiendo el valor de las cosas simples. Un día decidimos instalar la lavadora juntos. Mientras giraba el tambor por primera vez, sentí que algo se acomodaba dentro de mí.
Hoy, cada vez que escucho el zumbido de esa lavadora vieja pienso en todo lo que nos callamos por orgullo o vergüenza. Pienso en mi mamá cocinando mole para mi boda, en mi papá leyendo el periódico para no llorar frente a mí, en Camila aprendiendo a querer mis raíces aunque no las entienda del todo.
¿De verdad importa tanto lo que recibimos o damos? ¿No será que lo esencial está justo ahí, en lo cotidiano, aunque nos cueste verlo?