Navidad sin Estrella: Una Tradición en Peligro
—¿Viste a papá? —le susurré a Andrés mientras picaba zanahorias en la cocina de la casa de mi madre. El aroma de la mayonesa y los chícharos hervidos llenaba el aire, pero mi corazón latía con un peso extraño. —No pudo ni levantar a Sofi para poner la estrella en el árbol. Nunca lo había visto así.
Andrés dejó de pelar las papas y me miró con esos ojos oscuros llenos de preocupación. —Tal vez solo está cansado, Lucía. Ya sabes que este año ha sido duro para él.
—No es solo cansancio —insistí, bajando la voz para que mamá no escuchara desde el comedor—. Antes podía cargar a Sofi y a Mateo juntos. Ahora ni siquiera pudo con ella sola. Y viste cómo le temblaban las manos cuando intentó cortar el pavo.
Mi madre, Doña Teresa, entró en ese momento con su delantal manchado de harina. —¿Qué cuchichean ustedes? ¿Otra vez hablando de tu papá? Déjenlo tranquilo, que los hombres también se cansan.
Pero yo sabía que no era solo cansancio. Desde hace meses, papá ha estado más callado, más ausente. Ya no cuenta sus historias de cuando era joven en Veracruz, ni se ríe tan fuerte como antes. Y esta noche, la nochebuena, la tradición de poner la estrella en el árbol parecía pender de un hilo.
Sofi, mi hija de seis años, se acercó corriendo con su vestido rojo y los rizos despeinados. —Mami, ¿ya puedo poner la estrella? Abuelo dijo que me iba a cargar.
La miré y sentí un nudo en la garganta. —Vamos a preguntarle, mi amor.
En el salón, papá estaba sentado en su sillón favorito, mirando el árbol sin verlo realmente. Los demás primos jugaban a las cartas y mi hermano menor, Julián, discutía con su esposa sobre el regalo que le había comprado a su suegra. Todo parecía normal, pero yo sentía que algo se rompía por dentro.
—Papá —me acerqué despacio—. Sofi quiere poner la estrella contigo.
Él sonrió débilmente y extendió los brazos hacia ella. La levantó apenas unos centímetros antes de bajarla con cuidado. —Perdóname, princesa. Hoy estoy un poco débil. ¿Por qué no le pides ayuda a tu tío Julián?
Sofi frunció el ceño y se abrazó a mis piernas. Yo sentí que el corazón se me partía en dos.
—¿Qué te pasa, pa? —le pregunté en voz baja cuando Sofi se fue corriendo con Julián.
Él suspiró y me miró con esos ojos cansados que ya no brillaban como antes. —Nada, hija. Solo estoy viejo.
—No digas eso —le respondí casi con rabia—. Siempre has sido el más fuerte de todos nosotros.
—Eso era antes —dijo él, y sentí que una sombra cruzaba su rostro—. Ahora solo quiero verlos juntos y en paz.
Me quedé callada. Sabía que había algo más, pero papá nunca ha sido bueno para hablar de sus dolores. En nuestra familia, los hombres no lloran ni se quejan; solo aguantan hasta que ya no pueden más.
La cena transcurrió entre risas forzadas y miradas furtivas. Mamá sirvió el pavo con mole como cada año y todos fingimos que nada pasaba. Pero yo veía cómo papá apenas probaba bocado y cómo mamá lo miraba de reojo cada vez que tosía o se llevaba la mano al pecho.
Después de la cena, cuando los niños abrieron los regalos y los adultos brindaban con sidra barata, me acerqué a mamá en la cocina.
—¿Qué le pasa a papá? —le pregunté sin rodeos.
Ella se quedó quieta unos segundos antes de responder.—No quiere que nadie sepa, pero el doctor le dijo que tiene problemas en el corazón. No quiere operarse ni tomar los medicamentos. Dice que ya vivió suficiente.
Sentí un frío recorrerme la espalda.—¿Y tú vas a dejarlo?
—No puedo obligarlo —me respondió con lágrimas en los ojos—. Tu padre siempre ha sido terco como una mula.
Salí al patio para respirar aire fresco. La noche estaba fría y las luces del árbol parpadeaban tras la ventana. Recordé todas las navidades pasadas: papá cargándome para poner la estrella cuando yo era niña; sus bromas; sus abrazos fuertes; su voz cantando villancicos desafinados.
Andrés salió detrás de mí.—¿Estás bien?
Negué con la cabeza.—No quiero perderlo, Andrés. No quiero que esta sea la última Navidad con él.
Él me abrazó fuerte.—Vamos a hablar con él juntos. Tal vez si ve que lo necesitamos…
Volvimos al salón y encontramos a papá mirando las fotos viejas en su celular.—Papá —le dije—, no tienes derecho a rendirte así. No solo eres mi padre; eres el abuelo de mis hijos, el esposo de mamá… Eres el centro de esta familia.
Él me miró largo rato antes de responder.—A veces uno se cansa, hija. Pero tienes razón… Tal vez todavía me queda algo por hacer aquí.
Esa noche nos sentamos todos juntos alrededor del árbol. Papá tomó la estrella entre sus manos temblorosas y me pidió ayuda.—Ven conmigo, Lucía —me dijo—. Esta vez vamos a ponerla juntos.
Levanté a Sofi y entre los tres colocamos la estrella en lo alto del árbol. Todos aplaudieron y por un momento sentí que el tiempo se detenía.
Esa Navidad no fue perfecta; hubo lágrimas y silencios incómodos, pero también hubo abrazos sinceros y promesas de cuidarnos más unos a otros.
Ahora entiendo que las tradiciones no son solo rituales vacíos; son los hilos invisibles que nos mantienen unidos cuando todo parece desmoronarse.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos pasar el tiempo sin decir lo que sentimos? ¿Cuántas tradiciones dejamos morir por miedo o por orgullo? ¿Y si hoy fuera nuestra última oportunidad para abrazar a quienes amamos?