Renacer en la Tormenta: La Historia de Mariana
—¡¿Por qué no puedes ser como los demás, Mariana?! —gritó mi madre, con la voz quebrada entre el enojo y el miedo. El eco de sus palabras rebotó en las paredes descascaradas de nuestra casa en San Juan de los Lagos, como si el mismo adobe se negara a aceptar mi verdad. Yo tenía diecisiete años y acababa de regresar del consultorio del doctor Ramírez, donde por primera vez me atreví a decir en voz alta: “Soy una mujer, aunque ustedes no lo vean.”
Recuerdo que esa tarde llovía con furia. Las gotas golpeaban el techo de lámina y yo sentía que cada trueno era un latido de mi propio corazón, desbocado por el miedo y la esperanza. Mi madre, doña Guadalupe, me miraba como si hubiera traicionado a toda la familia. Mi padre, don Ernesto, ni siquiera quiso bajar del cuarto; desde entonces, su silencio ha sido más doloroso que cualquier insulto.
—No es tan fácil, mamá —le respondí, temblando—. No puedo seguir fingiendo. No puedo seguir muriendo por dentro solo para que ustedes estén tranquilos.
Ella se cubrió la cara con las manos y sollozó. Yo quise abrazarla, pero me detuve. ¿Cómo consolar a quien no acepta tu existencia?
Desde niña supe que era diferente. Mientras mis primos jugaban al fútbol en la plaza, yo prefería quedarme con mi abuela Rosa aprendiendo a bordar servilletas o a preparar mole para las fiestas patronales. Los vecinos murmuraban: “Ese niño salió raro.” Mi madre intentó corregirme a golpes y rezos; mi padre me ignoró. Solo mi abuela me miraba con ternura y me decía: “Tú eres como eres, Marianita. Dios no se equivoca.”
Pero abuela murió cuando yo tenía doce años y desde entonces la casa se volvió más fría. Mi adolescencia fue una batalla diaria: insultos en la secundaria, miradas de desprecio en la iglesia, burlas en la tienda del pueblo. A veces pensaba en huir, pero ¿a dónde? ¿Cómo dejar atrás a mi hermana menor, Lupita, que siempre me defendía a escondidas?
El día que cumplí dieciocho años, tomé una decisión: iría a Guadalajara a buscar trabajo y empezar mi transición. Mi madre lloró toda la noche; mi padre ni siquiera se despidió. Solo Lupita me abrazó fuerte y me susurró: “No te olvides de quién eres.”
La ciudad fue un monstruo y un refugio al mismo tiempo. Dormí en casas de amigas, trabajé limpiando casas y vendiendo dulces en los camiones. Conocí a otras chicas trans como yo; algunas eran valientes, otras estaban rotas por dentro. Aprendí a maquillarme viendo videos en internet y a caminar con la cabeza en alto aunque me temblaran las piernas.
Un día conocí a Camila en una marcha del orgullo LGBT+. Ella era enfermera y me ayudó a conseguir citas médicas para iniciar mi tratamiento hormonal. Nos enamoramos entre cafés baratos y paseos por el parque Revolución. Por primera vez sentí que podía ser feliz sin esconderme.
Pero la felicidad dura poco cuando vives con miedo. Una noche salimos de un bar y un grupo de hombres nos siguió hasta la esquina. Nos gritaron cosas horribles; uno me empujó al suelo y me pateó el estómago. Camila gritaba pidiendo ayuda pero nadie salió. Esa noche entendí que ser yo misma podía costarme la vida.
Pasaron los años y aprendí a sobrevivir. Conseguí trabajo como recepcionista en una clínica pequeña; ahorré para rentar un cuartito propio. Camila y yo seguimos juntas pese a todo, aunque ella siempre temía por mí cuando salía tarde del trabajo.
Un día recibí una llamada inesperada: mi madre estaba enferma, necesitaba ayuda. Dudé mucho antes de regresar al pueblo, pero Lupita insistió: “Eres su hija, Mariana.”
Volver fue como abrir una herida vieja. Los vecinos me miraban con asco o curiosidad; algunos niños se reían al verme pasar. Mi padre seguía sin hablarme, pero mi madre… ella estaba más delgada, cansada. Una noche mientras le preparaba té, rompió el silencio:
—¿Eres feliz allá?
No supe qué responderle al principio. Pensé en todas las veces que lloré sola, en los golpes recibidos y las puertas cerradas… pero también en Camila, en mis amigas, en los días soleados donde podía caminar sin miedo.
—Sí, mamá —le dije—. Soy feliz porque soy yo misma.
Ella bajó la mirada y lloró otra vez, pero esta vez no aparté mi mano cuando buscó la mía.
Pasaron semanas cuidándola. Poco a poco empezó a preguntarme cosas sobre mi vida en Guadalajara; incluso dejó que Lupita le mostrara fotos mías con Camila. Una tarde me sorprendió diciendo:
—No entiendo muchas cosas, hija… pero te quiero.
Sentí que algo dentro de mí sanaba por fin.
Mi padre nunca aceptó mi transición; murió sin hablarme otra vez. Pero mi madre aprendió a llamarme Mariana y a presentarme como su hija ante las vecinas chismosas del pueblo. Cuando regresé a Guadalajara después de su recuperación, sentí que llevaba menos peso sobre los hombros.
Hoy tengo treinta y cinco años. Sigo trabajando en la clínica; Camila y yo rentamos un departamento pequeño lleno de plantas y fotos familiares. A veces regreso al pueblo para ver a mi madre y a Lupita; ya nadie se atreve a insultarme en la calle.
He perdido mucho por ser quien soy: familia, amigos, seguridad… pero he ganado algo más valioso: dignidad y amor propio.
A veces me pregunto si algún día dejará de doler recordar todo lo que sufrí solo por querer vivir mi verdad. ¿Cuántas Marianitas más tendrán que pelear por existir? ¿Cuándo aprenderemos a abrazar lo diferente sin miedo ni odio?
¿Y tú? ¿Qué harías si tu felicidad dependiera de desafiar todo lo que te enseñaron desde niña?