Sombras en la casa junto al mar
—¡María José, despierta! —la voz de mi suegra, doña Teresa, retumbó en la oscuridad del pasillo. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el viento del Pacífico golpeaba las ventanas de la casa vieja, haciendo crujir la madera como si la misma casa respirara con dificultad.
Me levanté sobresaltada, el corazón latiendo fuerte. Afuera, el rugido de las olas se mezclaba con el aroma persistente del caldillo de congrio que habíamos cenado horas antes. No era mi casa, pero ya me había acostumbrado a esos ruidos y olores desde que me casé con Tomás. Sin embargo, esa noche todo parecía distinto, como si algo invisible se arrastrara por los rincones.
—¿Qué pasa, doña Teresa? —pregunté, saliendo al pasillo con la bata apretada al cuerpo.
Ella sostenía el teléfono fijo con manos temblorosas. —Es la señora Brígida, la vecina. Dice que escuchó gritos en la playa… y que vio a alguien corriendo hacia acá.
Sentí un escalofrío. En ese pueblo todos nos conocíamos y los secretos rara vez duraban mucho tiempo ocultos. Pero últimamente, desde que Tomás empezó a trabajar en el puerto y a llegar cada vez más tarde, la tensión en la casa era palpable. Mi suegra y yo apenas cruzábamos palabras, y mi cuñada Camila se encerraba en su pieza con la música a todo volumen.
—¿Llamamos a Carabineros? —sugerí, pero doña Teresa negó con la cabeza.
—No, mejor ve tú a ver qué pasa. Yo me quedo aquí por si llaman de nuevo.
No podía negarme. Bajé las escaleras y salí al patio, donde el aire salado me golpeó en la cara. La luz de la luna iluminaba la playa desierta. Caminé hacia la reja, tratando de no pensar en los rumores sobre contrabandistas y peleas entre pescadores que circulaban por el pueblo.
De pronto, una figura apareció entre las sombras. Era Camila, mi cuñada, con la ropa mojada y los ojos desorbitados.
—¡No digas nada! —me susurró, aferrándose a mi brazo—. ¡Por favor, María José!
—¿Qué pasó? ¿Por qué estás así?
—No puedo contarte… Si mamá se entera…
La llevé adentro sin hacer preguntas. Mientras subíamos las escaleras, escuché el teléfono sonar otra vez. Doña Teresa contestó rápido.
—¿Aló? Sí… sí, ya volvió… No, no vimos nada raro… Gracias, señora Brígida.
Colgó y nos miró con sospecha. —¿Dónde estabas, Camila?
—Salí a caminar —respondió ella, evitando su mirada.
El silencio se hizo pesado. Yo sabía que algo grave había pasado, pero no podía traicionar la confianza de Camila. Esa noche apenas dormí, escuchando los pasos nerviosos de mi suegra y los sollozos ahogados de mi cuñada tras la puerta.
A la mañana siguiente, el pueblo estaba revolucionado. Decían que alguien había visto una pelea en la playa y que uno de los pescadores más jóvenes, Javier, no había regresado a su casa. La policía andaba preguntando por todos lados.
Tomás llegó del puerto con cara de preocupación. —¿Supiste lo de Javier? Dicen que desapareció anoche…
Miré a Camila, que bajaba las escaleras pálida como un fantasma. Doña Teresa sirvió café sin decir palabra.
—¿Tú sabes algo? —me preguntó Tomás en voz baja cuando quedamos solos en la cocina.
—No… solo sé que Camila llegó tarde y estaba asustada —mentí.
Él suspiró. —Esta familia ya no es la misma desde que papá murió. Todos guardan secretos…
No supe qué responderle. Yo también tenía mis propios secretos: el miedo constante a no ser aceptada por mi suegra, las dudas sobre si Tomás realmente me amaba o solo estaba conmigo por costumbre, y ahora este nuevo misterio que amenazaba con romper lo poco que quedaba de nuestra paz familiar.
Esa tarde, Camila me buscó en el patio.
—Necesito contarte algo —dijo con voz temblorosa—. Anoche vi a Javier en la playa… discutimos fuerte porque él quería irse del pueblo y yo… yo no quería quedarme sola aquí. Se puso violento y yo… lo empujé. No sé si cayó al agua o si se fue corriendo… pero tengo miedo.
La abracé mientras lloraba desconsolada. Sabía que debía decirle a Tomás o incluso a la policía, pero ¿cómo traicionar así a mi propia familia política?
Esa noche hubo golpes en la puerta. Eran los Carabineros.
—Buenas noches —dijo el sargento Ramírez—. Estamos buscando información sobre Javier Muñoz. ¿Alguien lo vio anoche?
Doña Teresa negó rotundamente. Tomás también. Camila temblaba detrás mío.
Me miraron esperando mi respuesta. Sentí un nudo en la garganta.
—No… no vimos nada —dije finalmente.
Los Carabineros se fueron y el silencio volvió a caer sobre la casa como una manta pesada e incómoda.
Esa madrugada encontré a Camila sentada frente al mar, mirando las olas romperse contra las rocas.
—No puedo más —me dijo—. No quiero vivir con este peso…
La abracé fuerte. —No estás sola —le susurré—. Pero tienes que decidir qué hacer.
Los días siguientes fueron un infierno: rumores en el pueblo, miradas acusadoras en la feria, llamadas anónimas preguntando por Javier. Mi suegra se encerró en su pieza rezando rosarios interminables; Tomás se volvió más distante; Camila apenas comía.
Finalmente, una tarde lluviosa, Camila decidió ir a la comisaría y contar todo. Yo fui con ella, temblando de miedo pero sabiendo que era lo correcto.
El pueblo nunca volvió a ser igual después de eso. La familia quedó marcada por el escándalo y muchos nos dieron la espalda. Pero al menos ya no había secretos entre nosotras.
A veces me pregunto si hice bien en proteger a Camila o si debí haber hablado desde el principio. ¿Cuántas familias viven atrapadas por secretos que terminan destruyéndolo todo? ¿Vale más la lealtad o la verdad?