Volver a Encontrarte: La Búsqueda de Mi Primer Amor en las Calles de Medellín
—¿Por qué te fuiste sin despedirte, Catalina? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el techo de zinc del pequeño café en el centro de Medellín.
Ella bajó la mirada, sus dedos temblorosos rodeando la taza de café frío. Habían pasado diez años desde la última vez que la vi, desde aquella tarde en que los asistentes sociales se la llevaron de nuestro barrio, justo después del entierro de su papá. Yo tenía quince años y ella catorce. Éramos dos niños aferrados a un amor inocente, rodeados de un mundo que parecía empeñado en separarnos.
Mi nombre es Julián, aunque todos en el barrio me decían Juanca. Crecí en una casa donde el ruido de las motos y los gritos de los vecinos eran el pan de cada día. Catalina vivía a dos cuadras, en una casita con paredes descascaradas y una madre que rara vez salía de su habitación. Su papá era albañil y, aunque no teníamos mucho, siempre encontraba la manera de hacernos reír con sus historias de juventud. Cuando él murió en un accidente en la obra, todo cambió. La mamá de Catalina se entregó al trago y a los gritos, y Catalina empezó a llegar cada vez más tarde a la escuela, con los ojos hinchados y el uniforme arrugado.
Recuerdo la última vez que la vi antes de que se la llevaran. Estaba sentada en el andén, abrazando sus rodillas, con la mirada perdida. Me acerqué y le di mi pulsera de hilo rojo, esa que decían que protegía contra el mal de ojo. “Para que no te olvides de mí”, le susurré. Ella me abrazó fuerte, pero no dijo nada. Al día siguiente, su casa estaba vacía.
Los años pasaron y yo también me perdí un poco. Dejé el colegio, trabajé en lo que saliera: vendí empanadas en el estadio, fui ayudante de bus y hasta probé suerte como mensajero en una empresa de mensajería. Pero nunca dejé de pensar en Catalina. A veces preguntaba por ella en el barrio, pero nadie sabía nada. Algunos decían que estaba en un hogar de paso en Envigado; otros, que se había ido para Bogotá con una tía. Yo solo sabía que tenía que encontrarla.
Mi mamá me decía: “Juanca, deja eso así. La vida sigue”. Pero yo no podía. Cada vez que veía una chica con trenzas o escuchaba una risa parecida a la suya, sentía un vacío en el pecho.
Un día, mientras entregaba un paquete en una fundación para jóvenes en riesgo, vi un mural pintado con colores vivos. Entre las figuras reconocí una mariposa azul igual a la que Catalina solía dibujar en sus cuadernos. Pregunté por el artista y me dijeron que era una muchacha llamada Cata Giraldo. Mi corazón dio un brinco.
—¿Dónde puedo encontrarla? —insistí.
La señora de la recepción me miró con desconfianza.
—¿Y usted quién es?
—Un amigo del barrio —respondí, casi suplicando.
Me dio una dirección cerca del centro y corrí como si me persiguiera el mismo diablo. Cuando llegué, vi a una joven pintando un mural en una pared descascarada. Tenía el cabello recogido y llevaba puestos unos audífonos enormes. Me acerqué despacio.
—¿Cata?
Ella se volteó y por un segundo no me reconoció. Pero cuando vio mi pulsera roja —que aún llevaba puesta— sus ojos se llenaron de lágrimas.
Nos abrazamos largo rato, sin decir palabra. Sentí que todo el dolor y la soledad de esos años se desvanecían en ese abrazo.
Esa noche hablamos hasta tarde. Me contó cómo había pasado por varios hogares de paso, cómo aprendió a defenderse sola y cómo el arte se convirtió en su refugio. Me confesó que muchas veces pensó en buscarme, pero tenía miedo de encontrarme cambiado o indiferente.
—Nunca dejé de pensar en vos —me dijo—. Pero tenía miedo de que ya no me reconocieras.
Le conté sobre mis trabajos, mis fracasos y cómo nunca logré enamorarme de nadie más. Reímos recordando las travesuras del barrio y lloramos por todo lo que habíamos perdido.
Pero la vida no es una novela rosa. Pronto nos dimos cuenta de que el tiempo había dejado heridas profundas. Catalina tenía pesadillas recurrentes y le costaba confiar en la gente. Yo arrastraba mi propio resentimiento por los años perdidos y las oportunidades truncadas.
Intentamos construir algo juntos: salíamos a caminar por La Alpujarra, compartíamos empanadas en la Plaza Botero y soñábamos con abrir un taller de arte para niños del barrio. Pero las discusiones no tardaron en llegar. Catalina se encerraba cuando sentía miedo o tristeza; yo me frustraba porque no sabía cómo ayudarla.
Una noche discutimos fuerte. Ella gritó:
—¡No soy la misma niña que conociste! ¡No puedo darte lo que buscas!
Me quedé callado, sintiendo cómo se me partía el alma.
Pasaron semanas sin hablarnos. Yo seguía trabajando y ella pintando murales por toda la ciudad. Un día recibí una carta suya:
“Juanca,
Gracias por buscarme y recordarme quién fui alguna vez. Pero necesito aprender a quererme antes de poder querer a alguien más. No te olvides de mí.”
Guardé esa carta como un tesoro. Hoy sigo caminando las calles de Medellín buscando su mariposa azul entre los murales. A veces creo verla entre la multitud y sonrío.
¿Será posible sanar las heridas del pasado para poder amar sin miedo? ¿O hay amores destinados solo a vivir en nuestra memoria?