A los 38 años, sin marido ni hijos: ¿y qué?
—¿Y tú para cuándo, Mariana? —me preguntó mi tía Lucía, con ese tono entre broma y reproche que ya conozco de memoria. Era la sobremesa del domingo, y el aroma a café recién hecho apenas lograba suavizar la incomodidad que sentía cada vez que alguien sacaba el tema.
Miré a mi madre, que bajó la mirada hacia su taza. Mi prima Fernanda, con su bebé en brazos, sonrió con lástima. Sentí la presión en el pecho, esa mezcla de rabia y tristeza que me acompaña desde hace años. Tenía 38 años, un departamento propio en la Narvarte, un carro que pagué con mi trabajo como arquitecta, y una vida llena de pequeños placeres: libros, viajes, tardes de cine sola o con amigos. Pero para ellos, para mi familia, todo eso era secundario. Lo importante era el marido y los hijos.
—No sé, tía —respondí con una sonrisa forzada—. Por ahora estoy bien así.
—Ay, Mariana, pero el tiempo pasa… —insistió ella—. No te vayas a quedar sola.
Quise gritarle que sola no estaba, que me tenía a mí misma, que tenía amigos que eran familia elegida, que tenía sueños y proyectos. Pero no lo hice. Me limité a mirar por la ventana y pensar en lo absurdo de todo esto.
Esa noche, de regreso a mi departamento, me puse a llorar. No porque me sintiera infeliz, sino porque me dolía la incomprensión. ¿Por qué nadie podía ver lo que yo veía? ¿Por qué para ellos mi felicidad era incompleta?
Recordé cuando tenía 25 años y salía con Daniel. Todos pensaban que nos casaríamos. Pero Daniel quería una esposa tradicional, alguien que dejara su trabajo para cuidar hijos. Yo quería diseñar edificios, viajar por Latinoamérica, aprender francés. Terminamos porque nuestros sueños no coincidían. Mi madre lloró más que yo.
—¿Por qué no puedes ser como las demás? —me preguntó entonces.
—Porque no soy las demás —le respondí.
A veces pienso que mi madre nunca me perdonó esa respuesta. Desde entonces, cada Navidad es una letanía de indirectas: «Mira a tu prima Laura, ya va por el segundo hijo»; «¿Y tú cuándo nos vas a dar una alegría?». Como si mi vida fuera una decepción constante.
En el trabajo es distinto. Ahí soy Mariana la arquitecta, la jefa de proyectos, la que resuelve problemas y lidera equipos. Mis colegas me respetan; algunos incluso me admiran. Pero hasta ahí llegan las cosas: en cuanto se enteran de que vivo sola y no tengo pareja, empiezan las bromas o los consejos no pedidos.
—Deberías probar Tinder —me dijo un día Rodrigo, el ingeniero eléctrico—. Oye, ya no estás tan chava.
Me reí para no llorar. ¿Por qué todos creen tener derecho a opinar sobre mi vida?
Hace poco conocí a Sofía en una reunión de amigas. Ella tiene 41 años, tampoco tiene hijos ni pareja estable. Nos hicimos amigas rápidamente; compartimos historias similares de cenas familiares incómodas y preguntas invasivas.
—¿Sabes qué es lo peor? —me dijo una noche mientras tomábamos mezcal en Coyoacán—. Que te hacen sentir culpable por ser feliz.
Tenía razón. La culpa es como un veneno lento: te la inoculan desde niña y crece contigo. «Las mujeres deben casarse», «Las mujeres deben ser madres». Y si no lo eres, algo anda mal contigo.
Pero yo no siento que algo ande mal conmigo. Al contrario: cada día me siento más libre. Me levanto temprano los sábados para correr en Chapultepec; leo novelas en mi sillón favorito; viajo sola a Oaxaca o a Mérida cuando tengo ganas; invito a mis amigos a cenar sin tener que pedir permiso ni dar explicaciones.
Claro que hay días difíciles. Hay noches en las que el silencio pesa más de lo normal; días en los que veo a mis amigas con sus familias y siento una punzada de duda: ¿y si me estoy perdiendo de algo? Pero luego recuerdo todas las veces que he elegido mi propio camino y sonrío.
Una vez le pregunté a mi abuela Carmen si alguna vez se arrepintió de su vida. Ella se casó a los 17 años y tuvo seis hijos.
—A veces sí —me confesó—. Pero en mis tiempos no había opción. Tú sí tienes opción, Mariana. No la desperdicies por complacer a nadie.
Sus palabras me acompañan siempre.
Hace dos meses fui al cumpleaños de mi sobrino Emiliano. Mi hermano Javier me abrazó fuerte y me dijo al oído:
—Estoy orgulloso de ti, hermana. No dejes que nadie te haga sentir menos.
Lloré esa noche también, pero de alegría.
Sé que para muchas mujeres en México y en toda Latinoamérica la presión es aún mayor: familias conservadoras, trabajos donde ser mujer soltera es casi un estigma, ciudades donde caminar sola es peligroso o mal visto. Sé que soy privilegiada por tener independencia económica y una red de apoyo.
Pero también sé que cada una de nosotras merece decidir su propio destino sin culpa ni miedo.
Hoy escribo esto sentada en mi balcón, viendo cómo cae la tarde sobre la ciudad. Escucho el bullicio lejano del tráfico y el canto de los pájaros en los cables eléctricos. Me siento plena.
¿De verdad hace falta tener marido e hijos para ser feliz? ¿O será que la felicidad se construye desde adentro, aunque el mundo insista en decirnos lo contrario?
¿Y ustedes qué piensan? ¿Cuántas veces han sentido esa presión? ¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por cumplir expectativas ajenas?