A los 57, mi papá decidió irse: el día que mamá le puso un alto

—¿Así nomás te vas a ir, Ernesto? —La voz de mi mamá retumbó en la sala, quebrándose en cada sílaba. Yo estaba sentado en el comedor, con mi hija jugando en el piso, y sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable.

Mi papá, con su cabello ya blanco y la mirada cansada, no contestó. Solo apretó los labios y desvió la vista hacia la ventana, como si allá afuera estuviera la respuesta que no podía dar. Tenía 57 años y, según él, necesitaba “reencontrarse”.

—No es justo, Ernesto. No después de todo lo que hemos pasado —insistió mamá, con las manos temblorosas apretando el respaldo de una silla.

Yo, Santiago, tengo 30 años y una hija pequeña. Crecí creyendo que mis padres eran inseparables, que juntos podían con todo: la crisis del 2001, las devaluaciones, los despidos, las enfermedades. Pero esa tarde de domingo, mientras el sol caía sobre el barrio de Caballito y los vecinos ponían cumbia en la radio, mi mundo se partió en dos.

—No quiero pelear más —dijo papá al fin—. No quiero seguir viviendo una vida que no siento mía.

Mamá se quedó helada. Yo sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía irse así? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no luchaba?

Esa noche fue un desfile de silencios. Mi hija preguntó por qué el abuelo estaba triste. No supe qué decirle. Mamá lloró en la cocina mientras preparaba mate. Papá se encerró en el cuarto y yo me fui a dormir con un nudo en el estómago.

Al día siguiente, mamá le puso un ultimátum:

—Te vas si querés, pero no hay vuelta atrás. Tenés seis meses para pensar bien lo que hacés. Si después de ese tiempo querés volver, será bajo mis condiciones.

Papá aceptó sin protestar. Empacó algunas camisas viejas y un par de libros. Se fue a vivir a la casa de su hermano en Lanús. El silencio que dejó fue ensordecedor.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y vacío. Mamá se aferró a sus plantas y a la misa de los domingos. Yo traté de ser fuerte por mi hija, pero cada vez que veía la silla vacía de papá en la mesa sentía que algo me faltaba.

Las semanas pasaron y empecé a notar cosas que antes no veía: mamá dormía poco y hablaba menos; mi hija dibujaba a la familia sin el abuelo; yo me preguntaba si algún día podría perdonar a papá.

Un día lo llamé:

—¿Por qué te fuiste? —le pregunté sin rodeos.

—No sé cómo explicártelo, Santi —me contestó—. Sentí que me estaba ahogando. Que ya no era yo.

—¿Y nosotros? ¿No pensaste en nosotros?

—Toda mi vida pensé en ustedes —dijo, y su voz se quebró—. Pero si no me encuentro a mí mismo, ¿qué puedo darles?

Colgué furioso. ¿Qué clase de respuesta era esa? ¿Acaso uno puede dejar todo atrás solo porque siente que le falta algo?

Mamá intentó seguir adelante. Empezó a salir con sus amigas del club de barrio, a tomar clases de pintura. Pero cada tanto la encontraba mirando fotos viejas o llorando en silencio frente al televisor apagado.

A los tres meses, papá vino a vernos. Traía menos canas y más arrugas. Nos sentamos en el patio mientras mi hija jugaba con su triciclo.

—¿Cómo está tu mamá? —preguntó él.

—Sobreviviendo —le dije—. Como todos.

Me miró con tristeza:

—No sé si hice bien o mal, Santi. Solo sé que necesitaba este tiempo.

No supe qué decirle. Lo vi tan vulnerable como nunca antes. Por primera vez entendí que los padres también se rompen, también se pierden.

El tiempo siguió su curso. Mamá empezó a poner condiciones: si papá quería volver, tendría que ir juntos a terapia, compartir las tareas de la casa y hablar de lo que sentían. Papá aceptó sin dudarlo.

A los seis meses exactos volvió a casa. No fue fácil. Hubo peleas, reproches y muchas lágrimas. Pero también hubo charlas largas hasta la madrugada y abrazos sinceros después de años de distancia emocional.

Hoy, dos años después, mis padres siguen juntos pero distintos: aprendieron a escucharse y a pedir ayuda cuando la necesitan. Yo aprendí que el amor no es perfecto ni eterno; es una construcción diaria llena de dudas y segundas oportunidades.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven historias como la nuestra en silencio? ¿Cuántos padres sienten que ya no pueden más pero callan por miedo o vergüenza?

¿Ustedes qué harían si su familia estuviera al borde del abismo? ¿Vale la pena luchar por lo que uno ama o hay momentos en los que hay que dejar ir?