A los cincuenta, sola: Entre el abandono y el renacer

—¿Así que esto es todo? ¿Después de treinta años juntos, te vas con ella? —le grité a Ernesto mientras él recogía su maleta, sin atreverse a mirarme a los ojos. El reloj marcaba las 10:17 de la noche. Afuera llovía como si el cielo también llorara mi desgracia. Mis hijos, Camila y Rodrigo, estaban en sus cuartos, fingiendo no escuchar la discusión que llevaba semanas creciendo como una tormenta.

Ernesto suspiró, cansado, como si yo fuera la carga. —No es solo por ella, Lucía. Es que ya no somos felices. Tú tampoco lo eres.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿No era feliz? ¿Acaso no había sacrificado todo por esta familia? ¿No era suficiente haber dejado mi trabajo de maestra para criar a nuestros hijos, cuidar a su madre enferma, soportar sus ausencias y silencios? Pero él ya no estaba escuchando. Cerró la puerta con un golpe seco y el eco de su partida me dejó sorda.

Esa noche no dormí. Me senté en la cocina, mirando la taza de café frío, preguntándome en qué momento me convertí en invisible. En mi pueblo, en las afueras de Medellín, una mujer sola a mi edad es casi una maldición. «Pobrecita Lucía, la dejaron por una más joven», susurrarían las vecinas entre rosarios y telenovelas.

Los días siguientes fueron un desfile de caras largas y llamadas incómodas. Mi hermana Marta llegó con su sermón habitual:

—Te lo dije, Lucía. Los hombres siempre buscan carne fresca cuando se sienten viejos. Pero tú también tienes culpa, te descuidaste mucho.

Sentí rabia. ¿Era mi culpa que Ernesto se fuera? ¿Acaso él era un premio que debía ganar cada día?

Camila, mi hija mayor, apenas me hablaba. Se encerró en su mundo universitario y solo salía para decirme que no quería hablar del tema. Rodrigo, en cambio, se quedó conmigo en silencio, ayudándome con las compras y preguntando si necesitaba algo. Pero yo sabía que él también me culpaba por no haber «luchado más» por su papá.

Las noches eran lo peor. El silencio de la casa era un monstruo que me devoraba poco a poco. Me miraba al espejo y veía a una mujer cansada, con canas mal disimuladas y arrugas profundas. ¿Quién iba a quererme ahora? ¿Qué sentido tenía todo?

Un día, mientras barría el patio, encontré una foto vieja: yo, con veinte años menos, sonriendo con mis amigas del colegio. Recordé cómo soñábamos con viajar, estudiar, ser independientes. ¿En qué momento dejé de soñar?

Decidí salir de la casa. Caminé hasta la plaza del pueblo y me senté en una banca. Vi pasar a Doña Teresa, la vecina viuda que siempre iba sola al mercado. Me saludó con una sonrisa triste.

—La soledad duele al principio —me dijo— pero después uno aprende a escuchar su propia voz.

Esa noche lloré otra vez, pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Me inscribí en un curso de pintura en la Casa de la Cultura. Al principio me sentí ridícula entre señoras mayores y jóvenes artistas, pero pronto descubrí que podía expresar mi dolor en los colores y las formas.

Un día Camila llegó tarde a casa y me encontró pintando.

—¿Ahora eres artista? —preguntó con desdén.

—No sé si artista —le respondí— pero esto me hace sentir viva otra vez.

Ella rodó los ojos y se fue sin decir más. Pero yo seguí pintando.

Poco a poco empecé a salir más. Fui al mercado sola, tomé café con Teresa y hasta me atreví a ir al cine por primera vez sin compañía. Al principio sentía las miradas de lástima o burla, pero aprendí a ignorarlas.

Un domingo Rodrigo me llevó a comer arepas donde su novia y me sorprendió diciendo:

—Mamá, te admiro por cómo te estás levantando. Yo no podría.

Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez en meses sentí orgullo de mí misma.

Pero no todo era fácil. Ernesto venía de vez en cuando a buscar papeles o ropa que había olvidado. Cada vez que lo veía sentía una mezcla de rabia y tristeza. Un día llegó con su nueva pareja, una mujer joven llamada Valeria. Me saludó con una sonrisa forzada.

—Lucía, espero que podamos llevarnos bien por los niños —dijo Ernesto.

—Los niños ya son adultos —le respondí— y yo también estoy aprendiendo a serlo sin ti.

Valeria bajó la mirada y Ernesto se fue rápido. Cerré la puerta sintiendo que por fin tenía el control de mi vida.

La familia seguía opinando sobre mi futuro: que buscara otro hombre, que me dedicara a los nietos (que aún no llegaban), que fuera más «discreta» con mis nuevas amistades. Pero yo ya no quería vivir para complacer a nadie.

Un día Marta vino llorando porque su esposo la había engañado también.

—¿Cómo haces para seguir adelante? —me preguntó entre sollozos.

La abracé fuerte y le dije:

—No hay receta mágica. Solo hay que aprender a quererse una misma antes que a nadie más.

Hoy tengo 55 años y sigo sola, pero ya no me siento vacía. Pinto cuadros que vendo en la feria del pueblo, viajo cuando puedo y hasta he pensado en estudiar psicología para ayudar a otras mujeres como yo.

A veces me pregunto si hubiera sido diferente si Ernesto se hubiera quedado. Pero luego veo mi reflejo en el espejo: una mujer fuerte, con cicatrices pero también con sueños nuevos.

¿Será que todas las mujeres tenemos que tocar fondo para descubrir quiénes somos realmente? ¿Cuántas Lucías hay allá afuera esperando su propio renacer?