A los dieciocho, el mundo de mi hijo se vino abajo: Historia de un embarazo adolescente en un pueblo mexicano

—¡Mamá, necesito hablar contigo!— gritó Emiliano desde la puerta, con la voz quebrada y los ojos rojos. Yo estaba terminando de lavar los trastes cuando sentí que el corazón se me detenía. Sabía que algo grave pasaba; las madres lo sentimos en la piel.

Me sequé las manos y lo miré. Supe que no era una pelea con su papá ni un problema en la prepa. Era algo más grande. Más definitivo.

—¿Qué pasó, mijo?— pregunté, tratando de sonar tranquila.

Él bajó la mirada y susurró: —Es que… Valeria está embarazada.

El plato que tenía en la mano se me resbaló y cayó al suelo. El estruendo fue como un trueno en la cocina. Sentí que el aire se volvía pesado, como si el techo fuera a caerse sobre nosotros.

—¿Cómo que embarazada? ¿Estás seguro?— le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Emiliano asintió, con lágrimas corriéndole por las mejillas. En ese momento, sentí una mezcla de rabia, miedo y tristeza. Mi hijo, mi niño, apenas aprendiendo a ser adulto, ahora tendría que aprender a ser padre.

En nuestro pueblo, San Martín de Hidalgo, todos se conocen. Las noticias vuelan más rápido que los camiones de la ruta. Sabía que pronto las vecinas estarían murmurando en la tienda de doña Lupita o en la fila de las tortillas. «¿Ya supiste lo de Emiliano? ¡Qué vergüenza para la familia!»

Mi esposo, Don Ramón, llegó esa noche cansado de la fábrica de calzado. Cuando le contamos, primero se quedó mudo. Luego explotó:

—¡¿Cómo pudiste ser tan irresponsable, Emiliano?! ¡No tienes ni para mantenerte tú solo!

Emiliano solo agachó la cabeza. Yo intenté calmar a Ramón, pero él estaba furioso. «¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Vamos a mantener otra boca más? ¡Esto no es justo!»

Esa noche nadie cenó. El silencio era tan denso que hasta los grillos afuera parecían callarse.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Valeria vino a casa con su mamá, doña Carmen. Nos sentamos todos en la sala, como si fuéramos a negociar una deuda impagable.

—Mi hija no va a dejar la escuela— dijo doña Carmen con firmeza.

—Emiliano tampoco— respondí yo, aunque no estaba segura de cómo íbamos a lograrlo.

Ramón solo miraba por la ventana, mascullando entre dientes. Finalmente dijo:

—Pues tendrán que trabajar los dos. Aquí no hay de otra.

Valeria lloraba en silencio. Emiliano le tomaba la mano, pero ambos parecían niños asustados jugando a ser adultos.

Las semanas pasaron y el pueblo entero se enteró. Las miradas en misa eran cuchillos; las señoras susurraban detrás de sus abanicos. Mi suegra me llamó llorando: «¿Cómo permitiste esto? ¡Nos van a señalar toda la vida!»

Yo también lloré muchas noches. Me sentía culpable, como si hubiera fallado como madre. Recordaba cuando Emiliano era pequeño y soñaba con ser futbolista o ingeniero. Ahora sus sueños parecían desvanecerse ante una realidad demasiado grande para él.

Pero también vi algo nuevo en mi hijo: una determinación silenciosa. Consiguió trabajo en una panadería del pueblo y empezó a ahorrar cada peso. Valeria siguió yendo a la prepa por las mañanas y ayudaba a su mamá por las tardes.

Un día, mientras doblábamos ropa juntas, Valeria me confesó:

—Señora Lucía, tengo miedo. No sé si voy a poder con todo esto.

La abracé fuerte y le dije: —Nadie sabe cómo ser madre hasta que lo es. Pero aquí estamos para apoyarte.

Poco a poco, la familia fue aceptando la situación. Mi esposo dejó de gritar y empezó a dar consejos: cómo ahorrar, cómo cuidar al bebé cuando naciera. Mis otros hijos también ayudaron; hasta mi hija menor tejió una cobijita para su futuro sobrino.

El día que nació Mateo, todo cambió otra vez. Sostuve a mi nieto por primera vez y sentí una mezcla de dolor y esperanza. Dolor por lo difícil que sería su camino; esperanza porque vi en sus ojos el reflejo de Emiliano cuando era bebé.

La vida no volvió a ser igual. Emiliano y Valeria crecieron de golpe; aprendieron a cambiar pañales entre tareas escolares y turnos en el trabajo. Hubo noches sin dormir, peleas por dinero y momentos en que quisieron rendirse.

Pero también hubo risas, juegos en el patio y domingos de comida familiar donde todos nos sentábamos juntos a pesar del cansancio y las preocupaciones.

A veces me pregunto si hice bien o mal como madre. Si debí haber sido más estricta o más abierta con Emiliano sobre los riesgos de crecer demasiado rápido. Pero también sé que nadie está preparado para estas pruebas hasta que llegan.

Hoy veo a mi hijo cargar a Mateo en brazos y siento orgullo y tristeza al mismo tiempo. Orgullo porque no huyó; tristeza porque perdió parte de su juventud demasiado pronto.

¿Quién puede juzgar lo que es correcto o incorrecto cuando la vida te pone pruebas tan grandes? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?