A los sesenta, busqué a mi primer amor: El día que abrí la puerta de mi pasado
—¿Por qué vienes ahora, mamá? —me preguntó mi hija Lucía, con los ojos llenos de sospecha y el ceño fruncido, mientras yo me abrochaba el abrigo frente al espejo. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que, a mis sesenta años, sentía un vacío tan grande que ni los nietos ni las tardes de café con amigas podían llenar? ¿Cómo decirle que, después de toda una vida de silencios, necesitaba enfrentarme a la única pregunta que nunca me atreví a responder?
Salí de casa con el corazón acelerado. El aire de la Ciudad de México estaba denso, cargado de smog y recuerdos. Caminé hasta la parada del Metrobús, sintiendo que cada paso me acercaba más a un abismo. Llevaba semanas buscando a Ernesto en redes sociales, preguntando discretamente a viejos amigos del barrio de Iztapalapa donde crecimos. Nadie sabía nada concreto. Hasta que ayer, por fin, recibí un mensaje: “Ernesto vive en Coyoacán. Esta es su dirección”.
El trayecto fue eterno. Cada estación era una década de mi vida: la juventud rebelde, el matrimonio con Raúl —tan correcto, tan predecible—, los hijos, las rutinas. Pero debajo de todo eso, siempre estuvo Ernesto. El primer beso en la azotea de su casa, las cartas escondidas en los libros de la secundaria, la promesa rota cuando mi madre me obligó a dejarlo porque “ese muchacho no es para ti”.
Al llegar a la dirección, mis manos temblaban. Toqué el timbre. Unos segundos después, la puerta se abrió y frente a mí apareció una mujer de unos treinta años. Tenía el cabello oscuro y liso, los ojos grandes y la piel morena como la mía cuando era joven. Por un instante, sentí que me miraba en un espejo del pasado.
—¿Sí? —preguntó con voz suave.
—Busco a Ernesto Ramírez —dije, esforzándome por mantener la voz firme.
La joven me observó con atención.
—¿Usted es…?
—Me llamo Teresa Mendoza. Fui amiga de él hace muchos años.
La joven dudó un momento y luego abrió más la puerta.
—Pase, por favor. Soy Mariana, su hija.
Entré en la casa como quien entra en un sueño. El olor a café recién hecho y pan dulce me golpeó con fuerza; era el mismo aroma que recordaba de las tardes en casa de Ernesto. Mariana me condujo al pequeño comedor donde un hombre canoso leía el periódico. Cuando levantó la vista y nuestros ojos se encontraron, sentí que el tiempo se detenía.
—¿Tere? —susurró Ernesto, dejando caer el periódico.
No sé cuánto tiempo estuvimos mirándonos en silencio. Mariana nos observaba con curiosidad y una pizca de incomodidad.
—Papá, ¿la conoces?
Ernesto asintió lentamente.
—Mucho más de lo que imaginas.
Nos sentamos. Mariana sirvió café y se retiró discretamente al patio. Yo no podía dejar de mirar a Ernesto: sus manos arrugadas, las mismas que un día acariciaron mi rostro; sus ojos tristes pero cálidos.
—Pensé que nunca volvería a verte —dijo él al fin.
—Yo también —respondí—. Pero no podía seguir viviendo con esta duda…
Me interrumpió con un gesto suave.
—¿Por qué ahora?
Las palabras salieron solas:
—Porque nunca te olvidé. Porque quiero saber si tomé la decisión correcta al dejarte… Porque siento que algo me falta desde entonces.
Ernesto suspiró y bajó la mirada.
—Tere… hay algo que debes saber.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Qué cosa?
Él dudó unos segundos antes de hablar:
—Cuando te fuiste… yo no estaba solo. Había conocido a alguien más, pero nunca dejé de amarte. Cuando Mariana nació… siempre sospeché que podía ser tuya.
Me quedé helada. Miré hacia el patio donde Mariana regaba unas plantas. Era como verme a mí misma treinta años atrás.
—¿Estás diciendo que…?
Ernesto asintió.
—Tu madre vino a buscarme poco después de que te fuiste. Me dijo que nunca debíamos volver a vernos y me entregó una carta tuya… pero nunca la leí. No podía soportarlo. Después conocí a Rosa y formamos una familia… pero siempre tuve esa duda.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Mi madre había destruido mi única oportunidad de ser feliz con Ernesto… ¿y si Mariana era mi hija?
—¿Dónde está Rosa? —pregunté con voz temblorosa.
—Murió hace cinco años —respondió él con tristeza—. Mariana siempre sospechó que había algo raro en nuestra historia…
En ese momento Mariana entró al comedor y nos miró fijamente.
—¿Pasa algo? —preguntó preocupada.
No supe qué decirle. Ernesto tomó mi mano y la apretó suavemente.
—Mariana… hay algo importante que debes saber —dijo él con voz firme pero temblorosa.
La joven nos miró confundida mientras Ernesto le contaba toda la verdad: cómo nos habíamos amado en la juventud, cómo nuestras familias nos separaron y cómo existía la posibilidad de que yo fuera su madre biológica.
Mariana se quedó en silencio largo rato. Finalmente habló:
—Siempre sentí que algo faltaba en mi historia… Ahora entiendo muchas cosas. Pero necesito tiempo para procesarlo.
Salí de esa casa sintiéndome más ligera pero también devastada. Mi vida entera había sido una mentira tejida por el miedo y las apariencias. Caminé por las calles arboladas de Coyoacán preguntándome si alguna vez podré perdonar a mi madre… o a mí misma por no haber luchado más fuerte por lo que amaba.
Ahora, sentada frente a mi ventana mientras cae la tarde sobre la ciudad, me pregunto: ¿Cuántas vidas se destruyen por secretos familiares? ¿Realmente podemos escapar del pasado o siempre termina encontrándonos?