A través de las ventanas abiertas

—¿Hola? —mi voz retumbó en el cuarto vacío, tan ajena que por un instante pensé que alguien más había hablado. El eco se mezcló con el zumbido lejano de la ciudad, colándose por las ventanas abiertas que nunca me atrevía a cerrar del todo, como si dejar un resquicio fuera suficiente para que él regresara.

Me llamo Camila, y desde hace ocho meses vivo sola en este departamento de San Telmo. Antes éramos dos: mi hermano Julián y yo. Pero una noche de abril, mientras la lluvia golpeaba los vidrios y la radio murmuraba noticias de huelgas y represión, Julián salió a comprar cigarrillos y nunca volvió. Desde entonces, el silencio se instaló en mi vida como un huésped indeseado.

—¿Por qué no cierras las ventanas, Camila? —me preguntaba mi madre cada vez que llamaba desde Rosario, su voz cargada de reproche y miedo—. No es seguro. Hay gente mala allá afuera.

Pero yo no podía. Cerrar las ventanas era aceptar que Julián no volvería. Y yo no estaba lista para eso.

Esa mañana, mientras el sol apenas asomaba entre los edificios grises, me senté en la mesa de la cocina con una taza de mate frío entre las manos. Miré el reloj: 7:13. La hora exacta en que Julián solía salir para la facultad, arrastrando los pies y murmurando que odiaba los lunes. Me pregunté si estaría vivo, si alguien lo tendría encerrado en algún lugar oscuro, si aún recordaría mi nombre.

La policía nunca hizo mucho. «Seguro se fue con alguna mina», dijeron al principio. Después, cuando mi madre fue a la comisaría llorando, apenas le tomaron la denuncia. «Muchos jóvenes desaparecen estos días», murmuró el oficial, sin mirarnos a los ojos. Yo sabía lo que eso significaba: Julián había sido uno más de los tantos arrastrados por la dictadura, por pensar diferente, por juntarse con los equivocados.

La culpa me carcomía. Fui yo quien le insistió para que fuera a esa reunión de estudiantes. «No seas cobarde», le dije. «Si nadie habla, nada va a cambiar». Ahora daría cualquier cosa por no haber abierto la boca.

Las semanas pasaron y la ciudad siguió su curso: colectivos llenos, bocinas, marchas silenciosas de madres con pañuelos blancos en Plaza de Mayo. Yo iba a trabajar como autómata a la librería de la calle Defensa, donde doña Marta me miraba con lástima y me ofrecía medialunas que nunca podía tragar.

Una tarde, mientras ordenaba libros de poesía, entró un hombre alto con una cicatriz en la mejilla. Me miró fijo y preguntó:

—¿Sos la hermana de Julián Torres?

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Asentí sin poder hablar.

—Él me ayudó una vez —dijo en voz baja—. No puedo decirte mucho, pero no pierdas la esperanza. A veces vuelven.

Quise preguntarle más, pero ya se había ido. Esa noche no dormí. Me quedé sentada junto a la ventana abierta, esperando escuchar pasos familiares en el pasillo.

Los días se volvieron una sucesión de rutinas vacías: trabajo, llamadas de mi madre, visitas a comisarías donde nadie quería escucharme. Mis amigas dejaron de invitarme a salir; decían que estaba «obsesionada». Pero ¿cómo seguir adelante cuando falta una parte de vos?

Un domingo cualquiera, mientras lavaba los platos, escuché un golpe en la puerta. Mi corazón saltó. Corrí a abrir: era mi padre, con los ojos rojos y un sobre arrugado en la mano.

—Llegó esto a casa —dijo apenas—. No sé si es bueno o malo.

Dentro del sobre había una foto borrosa: Julián sentado en una celda, flaco pero vivo. Detrás, una nota escrita con su letra: «No te olvides de mí».

Lloramos juntos en el piso de la cocina. Por primera vez en meses sentí algo parecido a esperanza.

Desde ese día, cada vez que el viento mueve las cortinas y el sol entra por las ventanas abiertas, imagino a Julián regresando. No sé si volverá algún día. Pero aprendí que el dolor compartido es menos pesado y que la memoria es una forma de resistencia.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias siguen esperando detrás de ventanas abiertas? ¿Cuánto tiempo puede sostenerse la esperanza antes de romperse? ¿Y si un día soy yo quien debe salir a buscar respuestas para otros?