Abandonado al Nacer: La Lucha Invisible de Emiliano
—¿Por qué nadie quiere adoptarlo? —escuché a la señora Ramírez susurrar mientras me miraba de reojo, como si mi presencia fuera una mancha en el mantel blanco de la sala de visitas del hogar de acogida. Yo tenía seis años y ya sabía que mi piel manchada y mis ojos claros no eran normales para muchos en mi barrio de San Miguel, en las afueras de Lima.
Nací con una enfermedad genética rara, una que hacía que mi piel tuviera manchas violáceas y mis huesos fueran frágiles como el cristal. Mi madre biológica, Lucía, apenas me vio, supo que no podría cargar con el peso de un hijo «diferente». Me dejó envuelto en una manta azul en la puerta del hospital Arzobispo Loayza. Nunca supe si lloró al dejarme o si simplemente se fue sin mirar atrás.
Crecí en casas ajenas, con apellidos prestados y promesas rotas. Cada vez que llegaba una pareja preguntando por niños «sanos», las tías del hogar me apartaban con una sonrisa triste. «Emiliano es especial, necesita cuidados», decían. Yo solo quería una familia, alguien que me abrazara sin miedo a romperme.
Mi primer recuerdo feliz fue con don Ernesto, un hombre robusto y callado que trabajaba como chofer de combi. Me enseñó a leer con los periódicos viejos que traía del paradero. «La vida es dura, Emiliano, pero tú eres más duro todavía», me decía mientras me revolvía el pelo. Pero don Ernesto tenía su propia familia y solo podía visitarme los domingos. Cuando dejó de venir, sentí que el mundo se encogía un poco más.
En la escuela era invisible para los profesores y demasiado visible para los demás niños. «¡Mira, ahí va el manchado!», gritaban algunos. Aprendí a defenderme con palabras, porque mis huesos no resistían los empujones. Mi amiga más cercana fue Marisol, una niña morena con trenzas largas y ojos llenos de preguntas. Ella nunca me preguntó por mis manchas; solo me compartía su pan con queso y me contaba historias de su abuela en Ayacucho.
A los doce años, después de una fractura grave en la pierna, pasé tres meses en el hospital. Allí conocí a la doctora Valeria, una mujer joven que me hablaba como si yo fuera un adulto. «No tienes la culpa de nada, Emiliano. Tu vida vale tanto como la de cualquiera», me dijo un día mientras cambiaba mi yeso. Esas palabras se quedaron conmigo como un talismán.
Pero el sistema no perdona ni olvida. A los catorce años, fui trasladado a otro hogar porque «ya era muy grande para estar con los pequeños». En ese nuevo lugar, en Villa El Salvador, la violencia era moneda corriente. Aprendí a esconder mis medicinas y a dormir con un ojo abierto. Una noche, uno de los chicos mayores intentó robarme lo poco que tenía: una foto vieja de mi madre biológica y una carta que nunca terminé de escribirle.
—¿Por qué te aferras a eso? Nadie te va a venir a buscar —me dijo entre risas crueles.
No respondí. Solo apreté la foto contra mi pecho y lloré en silencio hasta quedarme dormido.
A los diecisiete años, cuando ya casi nadie esperaba nada de mí, conocí a Rosa y Javier, una pareja que había perdido a su hijo en un accidente. Ellos no buscaban reemplazos, solo querían dar amor a quien lo necesitara. Me invitaron a vivir con ellos y, por primera vez, sentí que podía bajar la guardia.
Rosa cocinaba arroz con pollo los domingos y Javier me llevaba al parque para enseñarme a tomar fotos con su cámara vieja. «La belleza está en lo diferente», decía mientras enfocaba mis manos manchadas sosteniendo una flor amarilla.
Pero la felicidad nunca dura mucho para quienes nacimos marcados por el abandono. Un día, Rosa enfermó gravemente y Javier cayó en depresión. El miedo al desamparo volvió a instalarse en mi pecho como un huésped indeseado.
—No te vayas, Emiliano —me suplicó Javier una noche—. Eres nuestro hijo aunque no lleves nuestra sangre.
Me quedé. Cuidé a Rosa hasta el final y ayudé a Javier a levantarse cada mañana. Aprendí que el amor no siempre es suficiente para curar todas las heridas, pero sí para hacerlas más llevaderas.
Hoy tengo veintitrés años y estudio psicología en la universidad pública gracias a una beca. Trabajo medio tiempo ayudando a otros chicos del sistema de acogida. Cuando veo sus ojos llenos de miedo y esperanza, me reconozco en ellos.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar a mi madre biológica o si ella alguna vez pensará en mí. ¿Es posible sanar del todo cuando tus raíces están hechas de abandono? ¿Cuántos niños como yo siguen esperando ser vistos y amados?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su lugar en el mundo depende del amor de otros o han tenido que construirlo solos?