Al final del verano: un nuevo comienzo
—¿Y ahora qué, Alina? —me pregunté en voz baja, mientras el eco de la imprenta vacía retumbaba en mis oídos. El olor a tinta y papel, que durante treinta años fue mi refugio, se mezclaba ahora con el polvo del abandono. El jefe, don Ernesto, me había dado la noticia esa mañana: “La imprenta cierra, Alina. No hay más trabajo para nadie”.
Sentí que el mundo se me venía encima. A mis cincuenta y tres años, ¿quién iba a darme una oportunidad? Afuera, el sol de la tarde caía sobre las sierras de Córdoba, pero yo solo sentía frío. Caminé despacio hasta mi casa, una casita modesta en el barrio San Martín, donde cada ladrillo lo habíamos puesto con Witoldo, mi esposo, cuando aún soñábamos juntos.
Al abrir la puerta, el silencio me golpeó de nuevo. Witoldo estaba en el patio, arreglando la vieja bicicleta que nunca usaba. Ni siquiera levantó la vista cuando entré. Desde que nuestras hijas, Mariana y Lucía, se fueron a Buenos Aires a hacer sus vidas, la casa se había llenado de ausencias y palabras no dichas.
—¿Y eso? —preguntó Witoldo sin mirarme, al verme dejar la bolsa de la comida en la mesa.
—Me echaron —dije, con la voz quebrada.
No hubo abrazo ni consuelo. Solo un suspiro largo y un “ya veremos”.
Esa noche, mientras cenábamos en silencio, sentí que la distancia entre nosotros era un abismo. Recordé cuando éramos jóvenes y bailábamos chamamé en las fiestas del pueblo, cuando soñábamos con viajar a las Cataratas o tener una casa más grande. Ahora, solo compartíamos rutinas y silencios.
Los días siguientes fueron una mezcla de tristeza y rabia. Mariana me llamaba cada tanto, pero siempre apurada, con los chicos gritando de fondo. Lucía, la menor, me mandaba mensajes de voz desde su trabajo en una cafetería. “Mamá, animate a hacer algo nuevo. ¿Por qué no vendés tortas? Cocinás riquísimo”, me decía. Pero yo no tenía fuerzas ni para levantarme temprano.
Una tarde, mientras regaba las plantas del jardín, escuché a las vecinas hablar del cierre de la imprenta. “Pobre Alina, toda la vida ahí… ¿y ahora qué va a hacer?”, decían. Sentí vergüenza y rabia. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Una mujer acabada?
Esa noche, discutí con Witoldo. Él quería que yo aceptara limpiar casas en el barrio privado de al lado. “No es indigno”, me dijo. “Pero no es lo mío”, le respondí. Él se fue a dormir sin decir más.
Los días pasaban lentos. Una mañana, mientras tomaba mate en la galería, vi pasar a Doña Rosa, la vecina de enfrente. Me saludó con una sonrisa y me preguntó si podía ayudarla a organizar el cumpleaños de su nieta. “Vos siempre fuiste tan creativa, Alina”, me dijo. Dudé, pero acepté.
Preparar la fiesta me devolvió un poco de alegría. Hice guirnaldas de papel, cociné empanadas y hasta improvisé un show de títeres para los chicos. Al final del día, Doña Rosa me abrazó fuerte: “¡Gracias, querida! Hacía tiempo que no veía a los chicos tan felices”.
Esa noche, sentí algo parecido a la esperanza. ¿Y si podía empezar de nuevo? ¿Y si mi vida no terminaba con el cierre de la imprenta?
Empecé a ofrecer mis servicios para organizar eventos pequeños: cumpleaños, bautismos, aniversarios. Al principio, solo las vecinas confiaron en mí. Después, el boca en boca hizo su magia. Pronto tenía pedidos todas las semanas. Mariana y Lucía se sorprendieron cuando les conté. “¡Viste que podías!”, me dijo Lucía por teléfono.
Pero no todo era fácil. Witoldo se sentía desplazado. “Ahora ni tiempo tenés para mí”, me reprochó una noche. Discutimos fuerte. Él sentía que yo ya no lo necesitaba, que mi nueva vida lo dejaba atrás. Yo le grité que estaba cansada de ser invisible, de que nadie valorara lo que hacía.
Una tarde, Mariana vino de visita con sus hijos. La casa se llenó de risas y juegos. Mientras preparábamos la merienda, me confesó: “Mamá, te admiro. Yo no sé si podría empezar de nuevo como vos”. Sentí un orgullo inmenso y una tristeza profunda por los años que había perdido sintiéndome menos.
El tiempo pasó y mi pequeño emprendimiento creció. Aprendí a usar las redes sociales para promocionarme. Hasta me animé a dar talleres de manualidades en el centro cultural del pueblo. Las mujeres que asistían compartían sus historias: algunas también habían perdido su trabajo, otras buscaban un espacio para sentirse vivas.
Witoldo y yo seguimos luchando por nuestro matrimonio. A veces siento que ya no somos los mismos, pero otras noches, cuando bailamos despacito en la cocina, creo que todavía hay esperanza.
Hoy, al mirar atrás, veo todo lo que he perdido y todo lo que he ganado. La imprenta ya no existe, pero yo sigo aquí, reinventándome cada día. Mis hijas están lejos, pero saben que su mamá es fuerte. Y aunque el miedo nunca se va del todo, aprendí que siempre es posible empezar de nuevo.
¿Será que todas las mujeres tenemos que tocar fondo para descubrir nuestra verdadera fuerza? ¿Cuántas Alinas hay en cada pueblo esperando su oportunidad? Los leo…