Alas rotas: Renacer después de la traición
—¿Por qué me haces esto, Javier? —grité, con la voz quebrada y las manos temblando mientras sostenía el celular. El mensaje que acababa de leer era claro: no había vuelta atrás.
Era una tarde sofocante en Monterrey, el calor pegaba fuerte y el ventilador apenas movía el aire denso del cuarto. Mi hijo Emiliano jugaba en la sala, ajeno al huracán que se desataba en mi pecho. Mi madre, doña Carmen, dormía en su habitación, exhausta por la quimioterapia. Yo, Ana Lucía Ramírez, sentía que el mundo se me venía abajo.
Javier y yo llevábamos tres años juntos. Después de separarme del padre de Emiliano, pensé que nunca volvería a confiar en un hombre. Pero Javier llegó con su sonrisa franca y sus promesas de futuro. Me ayudó con los gastos de la casa, cuidó a Emiliano cuando yo tenía que trabajar doble turno en la farmacia, y hasta acompañó a mi mamá a sus citas médicas. ¿Cómo no iba a creerle?
Pero esa tarde, mientras revisaba su celular buscando una foto para imprimir, vi los mensajes. «Te extraño, amor», decía una tal Paola. «¿Cuándo vas a dejar a esa mujer?». Sentí que me arrancaban el aire de los pulmones. No era solo la traición amorosa; era la traición a todo lo que habíamos construido juntos.
—Ana, no es lo que piensas —me dijo Javier cuando llegó esa noche. Su voz era baja, casi suplicante.
—¿Entonces qué es? ¿Me vas a decir que esos mensajes son mentira? —le respondí, con lágrimas corriéndome por las mejillas.
—Fue un error… Yo… No sé cómo pasó —balbuceó.
—¡No sabes cómo pasó! —grité—. ¿Y todo lo que hiciste por nosotros? ¿Era solo para tener dónde quedarte mientras jugabas a dos bandas?
Mi mamá se despertó por el escándalo y salió tambaleándose al pasillo. Emiliano se asomó con los ojos grandes y asustados. Sentí vergüenza, rabia y una tristeza tan honda que pensé que nunca podría salir de ahí.
Esa noche Javier se fue. No recogió nada, solo salió y cerró la puerta tras de sí. Me quedé sentada en el suelo, abrazando a Emiliano, mientras mi mamá intentaba consolarme con palabras suaves y caricias en el cabello.
Los días siguientes fueron un infierno. En la farmacia todos notaron mi cara hinchada y mis ojos rojos. Mi jefa, doña Lupita, me preguntó si necesitaba unos días libres, pero no podía darme ese lujo: cada peso contaba para pagar las medicinas de mi mamá y la colegiatura de Emiliano.
En casa todo era silencio. Mi mamá trataba de animarme con historias de su juventud en Zacatecas, cuando ella también fue engañada por un hombre que prometió el cielo y le dio puro polvo. «Pero mira, hija —me decía—, aquí estoy. Sobreviví y tú también vas a poder».
A veces sentía rabia contra ella por no entender mi dolor; otras veces solo quería abrazarla y llorar como una niña pequeña. Emiliano me preguntaba por Javier todos los días. «¿Va a venir hoy? ¿Por qué ya no juega conmigo?». No sabía qué decirle sin romperle el corazón.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mi mamá toser fuerte en su cuarto. Corrí y la encontré doblada sobre la cama, pálida como una sábana. Llamé a una ambulancia y pasamos la noche en urgencias del Hospital Universitario. Los médicos dijeron que necesitaba una transfusión urgente y más quimioterapia.
Ahí, sentada en una silla dura junto a su camilla, me di cuenta de que no podía darme el lujo de rendirme. Mi mamá me necesitaba viva y fuerte; Emiliano también. Pero ¿cómo se sigue adelante cuando te arrancan las alas?
Empecé a buscar ayuda en un grupo de apoyo para mujeres en la parroquia del barrio. Al principio me costaba hablar; sentía vergüenza de haber sido engañada otra vez. Pero escuchando las historias de otras mujeres —María José, que crió sola a tres hijos; Patricia, que sobrevivió a la violencia doméstica— empecé a sentirme menos sola.
Un día Patricia me dijo: «Ana, uno no puede controlar lo que otros hacen, pero sí puede decidir cómo seguir adelante». Esas palabras se me quedaron grabadas.
Poco a poco fui recuperando fuerzas. Empecé a ahorrar lo poco que podía para un pequeño negocio: vender postres caseros en la farmacia y entre las vecinas. Emiliano me ayudaba a batir los huevos y mi mamá ponía música ranchera para animarnos mientras cocinábamos.
Un sábado por la tarde, mientras vendía gelatinas en el parque, vi a Javier al otro lado de la calle con Paola y una niña pequeña. Sentí un nudo en el estómago, pero esta vez no lloré ni temblé. Solo lo miré fijamente hasta que él bajó la cabeza y siguió caminando.
Esa noche le conté a mi mamá lo que había pasado. Ella me abrazó fuerte y me dijo: «Ya ves, hija, las alas pueden estar rotas pero todavía puedes volar bajito hasta que sanen».
Hoy sigo luchando cada día. Mi mamá está estable por ahora; Emiliano sonríe más seguido; yo empiezo a creer que merezco algo mejor. No sé si algún día volveré a confiar en alguien como confié en Javier, pero sí sé que tengo fuerza para empezar de nuevo.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces puede uno renacer después de perderlo todo? ¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que les cortaron las alas… pero igual encontraron la forma de volar?