Amor en el umbral del rencor: La historia de Lucía y Rosa
—¡Otra vez esa mujer! —murmuré apretando los dientes, mientras veía a Rosa tender la ropa en el patio común del edificio. Sus movimientos eran lentos, casi desafiantes, como si supiera que la miraba desde mi ventana. El sol de la tarde caía sobre su cabello negro, y por un instante sentí una punzada de rabia mezclada con algo que no quería nombrar.
No era la primera vez que la veía así, tan segura de sí misma, tan distinta a las mujeres de mi familia. Mi mamá, Doña Carmen, siempre decía que las mujeres decentes no se exhiben. Pero Rosa… Rosa era diferente. Desde que llegó al edificio en el centro de Guadalajara, con sus pantalones ajustados y su risa escandalosa, todo cambió. Mi papá empezó a cerrar la puerta con llave más temprano, y mi hermano Tomás no perdía oportunidad para insultarla cuando pasaba por el pasillo.
—¿Por qué la miras tanto, Lucía? —me preguntó mi hermana menor, Mariana, una tarde mientras lavábamos los trastes.
—No la miro —mentí, sintiendo el calor subir a mis mejillas—. Es que hace mucho ruido.
Pero la verdad era otra. Había algo en Rosa que me atraía y me asustaba al mismo tiempo. Su manera de hablar, su risa, la forma en que me miraba cuando nos cruzábamos en las escaleras. Una noche, mientras todos dormían, escuché música proveniente de su departamento. Era una canción de Chavela Vargas. Me asomé al pasillo y vi que su puerta estaba entreabierta. Dudé un segundo antes de tocar.
—¿Quién es? —preguntó desde adentro.
—Soy Lucía…
La puerta se abrió y ahí estaba ella, con una copa de vino en la mano y los ojos brillando bajo la luz tenue.
—¿Quieres pasar?
Entré temblando. El departamento olía a incienso y a libros viejos. Nos sentamos en el suelo y hablamos durante horas. Me contó que venía de Veracruz, que había dejado todo por empezar de nuevo en Guadalajara. Yo le hablé de mi familia, del miedo a decepcionarlos, del peso de las expectativas.
—¿Nunca has querido romper las reglas? —me preguntó Rosa, acercándose un poco más.
—No puedo —susurré—. Aquí no se puede.
Esa noche no pasó nada más, pero desde entonces algo cambió entre nosotras. Empezamos a encontrarnos en el mercado, en la panadería, en la parada del camión. Cada vez que nuestras manos se rozaban sentía una descarga eléctrica recorrerme el cuerpo.
Pero el barrio no perdona. Un día, Tomás llegó furioso a casa.
—¡Ya me dijeron que te vieron con esa mujer! ¿No te da vergüenza? ¿Quieres que todos piensen que eres igual de desviada?
Mi mamá lloró toda la noche. Mi papá no me dirigió la palabra durante días. Mariana me miraba con miedo y curiosidad al mismo tiempo.
Rosa intentó alejarse para protegerme, pero yo ya no podía vivir sin ella. Una tarde fui a buscarla y la encontré empacando sus cosas.
—Me voy, Lucía. No quiero causarte más problemas.
—No te vayas —le supliqué—. No me dejes sola aquí.
Lloramos juntas en el suelo de su sala vacía. Afuera, los vecinos murmuraban y se persignaban al pasar frente a su puerta.
Esa noche tomé una decisión. Empaqué mis cosas y salí sin mirar atrás. Mi mamá gritó mi nombre desde la ventana, pero yo ya no podía quedarme donde no podía ser yo misma.
Rosa y yo nos fuimos a vivir a un cuarto pequeño en Tlaquepaque. Al principio fue difícil: no teníamos dinero ni trabajo fijo, y cada vez que salíamos juntas sentíamos las miradas clavadas en la espalda. Pero por primera vez en mi vida me sentía libre.
La familia dejó de buscarme después de unos meses. Mariana me escribía cartas a escondidas, contándome cómo mi ausencia había dejado un hueco en casa. A veces lloraba por las noches, preguntándome si había hecho lo correcto.
Un día recibí una llamada: mi papá estaba enfermo. Dudé mucho antes de regresar al barrio. Cuando llegué, mi mamá apenas me miró a los ojos.
—¿Por qué tuviste que elegir así? —me preguntó con voz rota.
No supe qué responderle. ¿Acaso tenía otra opción?
Mi papá murió sin perdonarme. En el funeral, los vecinos cuchicheaban a mis espaldas. Rosa me tomó de la mano frente a todos. Sentí miedo y orgullo al mismo tiempo.
Hoy vivo con Rosa en una casa modesta pero llena de amor. A veces extraño a mi familia, pero sé que elegí ser fiel a mí misma. El odio sigue ahí afuera, acechando en cada esquina, pero aprendí que el amor también puede ser un acto de valentía.
¿Vale la pena perderlo todo por amor? ¿O es peor perderse a uno mismo por miedo al qué dirán? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?