Año tras año, mis suegros se vuelven más insoportables

—¿Otra vez? —susurré, apretando los dientes mientras veía por la ventana cómo el viejo Chevrolet azul de Don Ernesto se estacionaba frente a nuestra casa. Mariana, mi esposa, me miró con esa mezcla de resignación y ternura que solo ella sabe poner.

—Son mis papás, Julián. No podemos decirles que no entren —me respondió, bajando la voz como si temiera que sus padres pudieran oírla desde la calle.

Era domingo, el único día en que podía dormir hasta tarde y tomar mate en pijama. Pero desde hace tres años, desde que nos mudamos a esta casa en las afueras de Rosario, Don Ernesto y Doña Graciela parecían tener un radar especial para saber cuándo estábamos solos o cuándo planeábamos un momento íntimo. Siempre llegaban sin avisar, con bolsas llenas de empanadas y chismes del barrio.

—¡Hijita! ¡Yerno! —gritó Doña Graciela apenas cruzó la puerta, sin esperar invitación—. Les traje pastelitos de batata, recién hechos. Ernesto, deja eso ahí, por favor.

Don Ernesto entró con su andar cansino pero decidido, saludándome con un apretón de manos que parecía una advertencia. Me sentí invadido, otra vez. Mariana sonrió y los abrazó. Yo solo pude forzar una sonrisa.

Al principio, pensé que era algo pasajero. Que con el tiempo aprenderían a darnos espacio. Pero no. Cada cumpleaños, cada aniversario, cada asado con amigos… ahí estaban ellos. Incluso cuando planeamos unas vacaciones en las sierras de Córdoba, aparecieron «por casualidad» en el mismo hotel.

—¿No es maravilloso? —decía Doña Graciela—. Así compartimos más tiempo en familia.

Pero para mí era una pesadilla. No podía hablar con Mariana sin sentir que sus padres escuchaban detrás de la puerta. No podía tomar una cerveza tranquilo en el patio porque Don Ernesto siempre tenía una historia sobre su juventud para contarme. Y lo peor era que Mariana no veía el problema.

Una noche, después de otra cena invadida por los suegros, exploté:

—¡No puedo más! ¿Por qué tienen que estar siempre acá? ¡No tenemos privacidad!

Mariana me miró con lágrimas en los ojos.

—Son mi familia, Julián. No puedo echarlos…

—¿Y yo? ¿No soy tu familia también?

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Esa noche dormí en el sillón.

Los días siguientes fueron un desfile de indirectas y silencios incómodos. Mariana intentaba mediar, pero sus padres seguían llegando como si nada. Un sábado, mientras preparaba un asado para mis amigos del trabajo, escuché el timbre y supe que era el principio del fin.

—¡Llegaron los suegros! —gritó uno de mis amigos en broma.

Pero nadie se rió. Todos sabían lo que significaba: la fiesta ya no era nuestra.

Don Ernesto se adueñó de la parrilla y empezó a dar órdenes como si estuviera en su casa:

—Julián, poné más carbón. Eso así no va a prender nunca. Y vos, Marianita, traé más ensalada.

Mis amigos se miraban incómodos. Yo sentía la sangre hervir.

Esa noche discutí fuerte con Mariana. Le dije cosas que nunca pensé decirle:

—Tus padres nos están separando. Si esto sigue así, no sé cuánto más voy a aguantar.

Ella lloró y me pidió paciencia. Pero yo ya estaba al límite.

Un día decidí enfrentar a Don Ernesto. Lo invité a tomar un café en el bar de la esquina.

—Don Ernesto —empecé, tratando de sonar respetuoso—, necesito pedirle algo…

Él me miró fijo, como si supiera lo que iba a decirle.

—Sé lo que vas a decirme, Julián. Pero nosotros solo queremos estar cerca de nuestra hija. No tenemos a nadie más…

Me quedé callado. Por primera vez vi a Don Ernesto como un hombre solo, no como un invasor. Pero eso no cambiaba lo que sentía.

—Entiendo —le dije—, pero Mariana y yo necesitamos nuestro espacio para crecer como pareja.

Él suspiró y asintió lentamente.

—Voy a hablar con Graciela… pero no prometo nada.

Las semanas siguientes fueron un poco más tranquilas. Los suegros dejaron de venir tan seguido, pero su ausencia llenaba la casa de un silencio extraño. Mariana estaba triste y yo me sentía culpable.

Un día recibimos una llamada del hospital: Doña Graciela había tenido un infarto leve. Corrimos a verla y ahí estaban todos los miedos y culpas mezclados en mi pecho.

—Perdónanos si te molestamos tanto —me dijo ella con voz débil—. Solo queríamos sentirnos parte de tu vida…

La abracé y lloré como un niño. Entendí que detrás de su insistencia había miedo a la soledad y amor mal entendido.

Desde entonces tratamos de encontrar un equilibrio: visitas programadas, límites claros pero mucho cariño. No fue fácil ni perfecto, pero aprendimos a convivir con nuestras diferencias.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si fui demasiado duro. ¿Hasta dónde llega el deber con la familia y dónde empieza el derecho a la propia felicidad? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?