Bajo el frío de la madrugada: una historia de abandono y esperanza

—¿Por qué estás aquí sentada en este frío? —me preguntó la mujer, frunciendo el ceño mientras se abrazaba a sí misma para protegerse del viento helado que recorría la plaza de mi pequeño pueblo en Jalisco. Yo levanté la mirada, sintiendo cómo el aire cortaba mis mejillas y el dolor del alma se mezclaba con el del cuerpo.

—Perdón, si le molesto me voy —respondí bajito, con la voz quebrada. No quería problemas, solo necesitaba un lugar donde pensar, donde llorar sin que nadie me viera.

Ella no se movió. Se quedó ahí, mirándome con esos ojos grandes y oscuros llenos de una tristeza que reconocí al instante. Era una mujer hermosa, de unos cuarenta y tantos años, bien arreglada pero con esa sombra en la mirada que solo tienen quienes han perdido algo importante.

—No te estoy corriendo —dijo suavemente—. Solo quiero saber por qué una muchacha como tú está aquí sola, a esta hora y con este frío.

No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle que mi casa ya no era un hogar? ¿Que mi mamá se había ido con otro hombre hace dos años y mi papá, desde entonces, solo sabía gritar y beber? ¿Que mis hermanos pequeños dormían juntos para darse calor porque el gas se acabó y nadie tiene dinero para más?

—A veces es mejor estar sola —alcancé a decir—. Aquí por lo menos nadie me grita.

La mujer se sentó a mi lado, sin importarle el hielo de la banca ni el silencio incómodo que nos envolvía. Sacó un termo de su bolso y me ofreció café caliente. Dudé un segundo, pero el aroma me venció.

—Me llamo Lucía —dijo mientras yo sorbía el café con manos temblorosas—. ¿Y tú?

—Mariana —susurré.

—¿Tus papás saben dónde estás?

Sentí que las lágrimas me llenaban los ojos otra vez. Negué con la cabeza.

—Mi papá ni cuenta se da cuando salgo. Y mi mamá… ya ni sé si le importo.

Lucía suspiró, como si entendiera demasiado bien lo que sentía. Se quedó callada un momento, mirando las luces lejanas de los carros que pasaban por la avenida.

—¿Sabes? Yo también me sentí así alguna vez —confesó—. Mi mamá me dejó cuando era niña. Mi papá trabajaba todo el día y yo tenía que cuidar a mis hermanos. A veces pensaba que nadie me veía, que era invisible.

La miré sorprendida. Nunca imaginé que alguien tan elegante pudiera haber pasado por lo mismo que yo.

—¿Y cómo le hiciste para salir adelante? —pregunté, casi sin darme cuenta.

Lucía sonrió triste.

—No fue fácil. Me equivoqué muchas veces. Me fui de casa muy joven porque creí que así iba a ser libre… pero la libertad sin rumbo también duele. Trabajé en lo que pude: limpiando casas, vendiendo dulces en la calle… hasta que un día una señora me dio la oportunidad de estudiar por las noches mientras cuidaba a sus hijos. Así terminé la prepa y luego entré a la universidad.

Me quedé callada, procesando sus palabras. ¿Sería posible para mí tener otra vida? ¿O estaba condenada a repetir los errores de mis padres?

En ese momento, mi celular vibró en el bolsillo del pantalón. Era un mensaje de mi hermana menor: «¿Dónde estás? Tengo miedo». Sentí una punzada en el pecho. Yo era su ejemplo, aunque no quisiera serlo.

Lucía notó mi angustia.

—¿Todo bien?

Le mostré el mensaje sin decir nada. Ella asintió con comprensión.

—Tienes una responsabilidad muy grande para tu edad —dijo—. Pero no estás sola, Mariana. Hay gente buena allá afuera, aunque a veces cueste encontrarla.

Me dieron ganas de llorar otra vez, pero esta vez no era solo tristeza: era una mezcla rara de alivio y esperanza.

—¿Y si nunca salgo de esto? —pregunté en voz baja—. ¿Y si siempre me toca luchar?

Lucía me tomó la mano con fuerza.

—La vida es dura, sí… pero también es sorprendente. A veces las cosas cambian cuando menos lo esperas. Lo importante es no dejar de buscar ayuda y no rendirse.

Nos quedamos así un rato largo, compartiendo el silencio y el calor del café. De pronto, Lucía sacó un papelito de su bolso y escribió algo.

—Aquí está mi número —me dijo—. Si alguna vez necesitas hablar o buscar trabajo, llámame. Yo trabajo en una fundación que ayuda a chicas como tú.

Guardé el papel como si fuera un tesoro. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía una salida.

Me levanté para irme a casa; mi hermana me necesitaba y yo no podía fallarle otra vez.

Antes de irme, Lucía me abrazó fuerte.

—No te olvides: vales mucho más de lo que crees —susurró.

Caminé de regreso a mi casa con pasos inseguros pero con el corazón un poco más ligero. Al llegar, abracé a mi hermana y le prometí que todo iba a estar bien… aunque no supiera cómo cumplir esa promesa todavía.

Esa noche, mientras escuchaba los ronquidos de mi papá y el murmullo del viento colándose por las ventanas rotas, pensé en Lucía y en todas las mujeres que luchan cada día por sobrevivir en este país donde ser pobre es casi una condena y donde tantas niñas crecen sintiéndose invisibles.

¿Será cierto que podemos cambiar nuestro destino? ¿O estamos marcadas desde antes de nacer? No sé la respuesta… pero hoy tengo un poco más de esperanza.