Bajo el mismo techo, corazones divididos

—¿Por qué Emiliano no puede comer primero, mamá? —pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras veía a mi suegra servirle el plato más grande a Sofía, la hija de mi cuñada.

Mi suegra, Doña Teresa, ni siquiera me miró. —Porque Sofía es la mayor y aquí siempre se respeta el orden —dijo, como si esa frase fuera ley en esta casa de paredes viejas y secretos aún más antiguos.

Sentí la mirada de mi esposo, Andrés, clavada en mí. Él nunca decía nada. Desde que nos mudamos a la casa de sus padres en Guadalajara, después de que perdió el trabajo en la fábrica, todo cambió. Yo era una extraña en mi propia vida. Emiliano, nuestro hijo de tres años y medio, miraba curioso cómo su prima recibía siempre el primer abrazo, el primer dulce, la mejor porción. Él solo preguntaba con esos ojos grandes y llenos de preguntas que aún no sabe poner en palabras.

A veces me pregunto si fue un error venir aquí. Pero cuando Andrés me tomó la mano esa noche en el hospital, después del accidente que casi le cuesta la pierna, supe que no podía dejarlo solo. La casa de sus padres era nuestra única opción. «Solo será por unos meses», me prometió. Ya han pasado dos años.

—Carolina, ¿puedes ayudarme con la ropa? —me llamó Doña Teresa desde el patio.

Dejé a Emiliano jugando con sus carritos y salí. El sol caía fuerte sobre las sábanas tendidas. Mi suegra me miró de reojo.

—¿Por qué siempre tienes esa cara? Aquí nadie te está haciendo nada —dijo, mientras sacudía una toalla.

—No es nada, señora —respondí bajito. No quería discutir. Sabía que cualquier palabra podía volverse un cuchillo.

Pero por dentro hervía. ¿Por qué Sofía era «la niña de la casa» y Emiliano solo «el hijo de Carolina»? ¿Por qué cuando llegaban visitas, mi suegra presumía a su nieta y apenas mencionaba a mi hijo?

Una tarde escuché a Doña Teresa hablando con su hermana por teléfono:

—No es lo mismo, hermana. Sofía es hija de mi Lupita, sangre de mi sangre. El niño… pues sí, es mi nieto también, pero ya sabes cómo es esto.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo explicarle a Emiliano que hay abuelas que aman diferente?

Esa noche, mientras le leía un cuento a Emiliano, él me preguntó:

—¿Por qué la abuela no me abraza como a Sofía?

Me quedé muda. Le acaricié el cabello y le dije que cada persona tiene su forma de querer. Pero sentí que le mentía.

Andrés entró al cuarto y me vio llorando en silencio. Se sentó junto a mí.

—No llores, Caro. Mamá es así… No va a cambiar.

—¿Y tú? ¿Vas a seguir callando? —le pregunté con rabia contenida.

Él bajó la cabeza. —No quiero problemas. Ya sabes cómo se pone si le digo algo.

Me sentí sola. Sola entre cuatro paredes llenas de fotos donde Emiliano apenas aparece en los rincones.

Un domingo llegó toda la familia para celebrar el cumpleaños de Don Ernesto, mi suegro. Había risas, música de mariachi en el fondo y olor a mole poblano. Cuando llegó el momento del pastel, Doña Teresa llamó a Sofía para que apagara las velas junto al abuelo.

Emiliano se quedó parado al lado de la mesa, esperando su turno. Nadie lo llamó. Nadie lo vio.

Me acerqué y lo abracé fuerte. —Vamos a soplar juntos desde aquí —le susurré.

Esa noche decidí que no podía seguir así. Hablé con Andrés.

—No quiero que nuestro hijo crezca sintiéndose menos en su propia casa —le dije—. Si no podemos irnos aún, al menos tienes que hablar con tu mamá.

Él suspiró largo. —Lo intentaré mañana.

Al día siguiente, escuché voces altas en la cocina. Andrés finalmente enfrentaba a su madre.

—Mamá, Emiliano es tu nieto igual que Sofía. No quiero que lo trates diferente —dijo él con voz temblorosa pero firme.

Doña Teresa se cruzó de brazos. —No me vengas con cosas. Yo los trato igual.

—No es cierto —insistí yo desde la puerta—. Él lo siente todos los días.

Por primera vez, Doña Teresa me miró directo a los ojos. Vi algo parecido al dolor cruzar su rostro.

—No sé cómo hacerlo diferente —admitió en voz baja—. Siempre he sentido más cercanía con Lupita… Tú eres buena muchacha, Carolina, pero no eres mi hija.

Me quedé helada. ¿Cómo se rompe una barrera tan vieja?

Pasaron semanas tensas. Andrés buscó trabajo día y noche; yo empecé a vender pasteles para juntar algo de dinero. Emiliano empezó a preguntar menos por su abuela y más por cuándo tendríamos nuestra propia casa.

Un día recibí una llamada: Andrés había conseguido empleo en otra ciudad. Era nuestra oportunidad.

La última noche antes de irnos, Doña Teresa me llamó al patio.

—Sé que no fui justa contigo ni con Emiliano —dijo sin mirarme—. Pero quiero que sepas que siempre quise lo mejor para mi familia… aunque no siempre supe cómo hacerlo.

No lloré frente a ella; ya había llorado demasiado sola. Solo asentí y le di las gracias por todo lo bueno que sí nos dio: un techo cuando más lo necesitábamos.

Nos fuimos al amanecer siguiente. Emiliano miró por la ventana del autobús y preguntó:

—¿Ahora sí vamos a tener una casa solo para nosotros?

Le sonreí y le prometí que sí.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a Doña Teresa o si Emiliano recordará estos años como una sombra en su infancia. ¿Por qué en tantas familias latinoamericanas seguimos dividiendo el amor entre «los nuestros» y «los otros»? ¿Cuándo aprenderemos que todos los niños merecen sentirse amados igual?