Bajo el Mismo Techo que un Tirano: El Grito Silencioso de una Mujer
—¡No quiero escuchar más excusas, Mariana! Aquí se hace lo que yo digo, ¿entendiste?— rugió Don Ernesto, su voz retumbando en las paredes húmedas de la casa. Sentí cómo mi corazón se encogía, mientras apretaba la mano de Emiliano, mi hijo de seis años, que me miraba con ojos asustados.
Nunca imaginé que mi vida daría este giro. Hace apenas seis meses, vivíamos en un pequeño departamento en Iztapalapa. No era lujoso, pero era nuestro. Hasta que la fábrica donde trabajaba Luis, mi esposo, cerró de un día para otro. Las cuentas se acumularon como montañas imposibles de escalar. Cuando nos desalojaron, Luis sugirió lo que yo más temía: “Vamos con mi papá a San Miguel del Río. Solo será un tiempo, amor.”
Pero el tiempo se estiró como chicle viejo y pegajoso. Don Ernesto nos recibió con una sonrisa falsa y un abrazo frío. Desde el primer día dejó claro que en su casa no había espacio para debilidades ni para opiniones ajenas. “Aquí mando yo”, repetía como si fuera un mantra sagrado.
Las primeras semanas intenté adaptarme. Cocinaba lo que él quería, limpiaba hasta que los pisos brillaban y callaba cuando lanzaba comentarios hirientes sobre mi familia o mi manera de criar a Emiliano. Luis, abrumado por la culpa y la frustración de no encontrar trabajo, se volvió una sombra silenciosa. A veces sentía que yo era la única luchando por mantenernos a flote.
Una tarde, mientras preparaba tortillas en el comal, Don Ernesto entró a la cocina y me miró con desprecio.
—¿Otra vez frijoles? ¿No sabes hacer otra cosa?—
—Es lo que hay, Don Ernesto. No hay dinero para carne— respondí con voz baja.
—¡Pues busca! ¡Para eso están las mujeres!—
Me mordí los labios para no llorar. Emiliano jugaba en el patio y escuchó el grito. Corrió hacia mí y me abrazó la pierna. Sentí una rabia sorda creciendo dentro de mí.
Las noches eran peores. Don Ernesto veía la televisión a todo volumen, tomando cerveza y lanzando insultos al aire. A veces se acercaba a nuestra habitación y golpeaba la puerta si escuchaba que Emiliano lloraba por miedo o hambre.
—¡Ese chamaco necesita mano dura!— gritaba.
Luis solo bajaba la cabeza. Una noche, después de otro episodio violento, le reclamé:
—¿Hasta cuándo vamos a aguantar esto? ¡No es vida para Emiliano ni para nosotros!
Luis me miró con ojos cansados.
—No tengo a dónde ir, Mariana… No tengo trabajo…
Sentí una mezcla de compasión y enojo. ¿Por qué tenía que ser yo la fuerte? ¿Por qué nadie veía mi dolor?
Un domingo por la tarde, mientras lavaba ropa en el patio trasero, escuché a Don Ernesto hablando por teléfono:
—Esa mujer no sirve para nada… Si por mí fuera, ya la hubiera corrido… Pero Luis es un inútil…
Me temblaron las manos. Esa noche no pude dormir. Pensé en mi mamá, en Puebla, en cómo siempre me decía: “Nunca permitas que nadie te humille, hija.” Pero ahora estaba atrapada.
Al día siguiente, Emiliano despertó con fiebre alta. Fui a buscar a Luis para pedirle dinero para el doctor, pero él solo tenía unas monedas. Me armé de valor y le pedí ayuda a Don Ernesto.
—¿Y ahora qué? ¿No puedes cuidar ni a tu propio hijo?—
—Solo necesito dinero para llevarlo al doctor…—
Me lanzó un billete arrugado y me miró con asco.
Esa noche, mientras Emiliano dormía abrazado a mí, sentí que algo dentro de mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo. No podía seguir así. Por primera vez en meses, pensé en pedir ayuda fuera de esas paredes.
Al día siguiente fui al centro del pueblo y busqué a Doña Lupita, la vecina que siempre me saludaba con calidez. Le conté todo entre lágrimas contenidas.
—No estás sola, Mariana. Aquí hay un grupo de mujeres que nos apoyamos… Ven mañana al salón parroquial.—
Esa noche sentí esperanza por primera vez desde que llegué al pueblo.
Empecé a asistir a las reuniones del grupo de mujeres. Compartimos historias parecidas: esposos ausentes, suegros abusivos, pobreza, miedo… Pero también compartimos fuerza y estrategias para sobrevivir y resistir.
Con el tiempo, conseguí trabajo limpiando casas en el pueblo. Poco a poco ahorré dinero escondido en una lata de galletas. Luis seguía sin encontrar empleo estable y cada vez estaba más distante; pero yo ya no podía esperar por él.
Un día, después de una discusión especialmente cruel con Don Ernesto —me gritó frente a Emiliano y me llamó «parásito»— tomé una decisión. Empaqué lo poco que teníamos y fui a buscar a Doña Lupita.
—¿Estás segura?— me preguntó ella.
—Más segura que nunca.—
Esa noche dormimos en su casa. Al día siguiente tomamos el autobús rumbo a Puebla, donde mi mamá nos esperaba con los brazos abiertos.
No fue fácil empezar de nuevo, pero nunca más permití que nadie me pisoteara ni a mí ni a mi hijo. Aprendí que el silencio solo perpetúa el dolor y que pedir ayuda no es debilidad sino valentía.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas bajo techos ajenos y corazones duros? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar los gritos silenciosos antes de que sea demasiado tarde?