Bajo el Reloj de la Abuela: Mi Lucha por Ser Yo en la Casa de los Ramírez
—¡No pongas los platos así, Mariana!— tronó la voz de doña Carmen desde la cocina, mientras yo apenas había terminado de enjuagar el último vaso. El reloj de pared, ese viejo monstruo de madera que marcaba cada segundo con un tic-tac implacable, parecía burlarse de mí. Eran las seis en punto, y en la casa de los Ramírez, eso significaba que todo debía estar en su sitio, según las reglas invisibles que sólo ella conocía.
Recuerdo el primer día que llegué a esta casa en el barrio San Cristóbal, en Ciudad de México. Mi esposo, Andrés, me tomó de la mano y me susurró: “Ten paciencia, mi mamá es especial”. Yo, ingenua y enamorada, creí que con una sonrisa y buena voluntad bastaría para conquistarla. Pero doña Carmen era una fuerza de la naturaleza: rígida, tradicional y dueña absoluta del hogar.
Desde el principio, cada movimiento mío era observado. Si barría el patio, ella encontraba polvo en las esquinas. Si cocinaba arroz, lo encontraba pasado o insípido. Si me sentaba a descansar, sus ojos me atravesaban como cuchillos. Andrés trabajaba todo el día en la ferretería familiar y cuando llegaba por las noches, yo ya estaba agotada por la tensión. “No te lo tomes personal”, me decía él. Pero ¿cómo no hacerlo si cada día sentía que perdía un poco más de mí?
Una tarde, mientras lavaba ropa en el lavadero del patio, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha no sabe nada. No es como las mujeres de antes. Todo quiere fácil.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Acaso nunca sería suficiente? ¿Por qué tenía que demostrarle tanto? Recordé a mi madre en Veracruz diciéndome: “Hija, no te olvides de quién eres”. Pero aquí, entre estas paredes llenas de fotos antiguas y crucifijos, yo ya no sabía quién era.
Las reglas eran muchas: la comida debía estar lista a las dos en punto; los domingos se iba a misa aunque lloviera; la ropa se tendía sólo al sol del mediodía; y jamás se discutía con doña Carmen delante de los demás. La peor regla era el silencio: los problemas no se hablaban, sólo se tragaban.
Un día, después de una discusión porque olvidé comprar cilantro para el mole, exploté. —¡Ya basta, suegra! ¡No soy una sirvienta!— grité con lágrimas en los ojos. El silencio fue tan pesado que hasta el reloj pareció detenerse. Andrés llegó justo en ese momento y nos encontró a las dos temblando: yo de rabia y ella de indignación.
Esa noche dormí sola en el cuarto pequeño al fondo del pasillo. Andrés no dijo nada; sólo me abrazó fuerte antes de irse a dormir al sofá. Sentí que mi matrimonio pendía de un hilo. ¿Valía la pena tanto sacrificio? ¿Dónde quedaba mi dignidad?
Pasaron semanas sin que doña Carmen me dirigiera la palabra. Yo hacía mis tareas en silencio, pero dentro de mí algo había cambiado. Empecé a salir al parque por las tardes para respirar aire fresco y pensar. Una vez me encontré con doña Lupita, vecina del barrio desde hace décadas.
—No te dejes, hija —me aconsejó—. Las suegras creen que una casa es su reino, pero tú también tienes derecho a ser feliz.
Sus palabras me dieron valor. Decidí buscar trabajo medio tiempo en una papelería cercana. Cuando le conté a Andrés, él dudó al principio.
—¿Y mamá? ¿Qué va a decir?
—No sé —le respondí— pero necesito sentirme útil para mí misma.
El primer día que llegué tarde a casa porque tuve que cubrir a una compañera enferma, doña Carmen me esperaba sentada junto al reloj.
—¿Y ahora quién va a hacer la cena?— preguntó con frialdad.
—Hoy le toca a Andrés —dije firme—. Yo también trabajo ahora.
La miré directo a los ojos por primera vez sin miedo. Ella no dijo nada; sólo se levantó despacio y se fue a su cuarto. Esa noche cenamos tortas frías y Andrés lavó los platos sin protestar.
Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. No fue fácil ni rápido. Hubo más discusiones y silencios incómodos. Pero también hubo pequeños gestos: un café compartido en la mañana, una receta que aprendimos juntas, una tarde viendo telenovelas sin hablar del pasado.
Un domingo cualquiera, mientras pelábamos papas para el caldo, doña Carmen me miró y dijo:
—Eres terca como una mula… pero valiente como tu madre.
Sentí que por fin me aceptaba, aunque fuera un poco. Aprendí que poner límites no es falta de respeto; es amor propio. Y que las mujeres como yo también tenemos derecho a escribir nuestras propias reglas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven bajo el reloj de otra persona? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta sin miedo? ¿Y tú… hasta dónde llegarías por tu dignidad?