Bajo la lluvia de octubre: secretos en la parroquia
—¿Por qué viniste, mamá? —le pregunté, mientras el eco de mis palabras se perdía entre los bancos vacíos de la parroquia. Afuera, la lluvia golpeaba los vitrales con furia, como si quisiera arrancar los pecados que se escondían dentro de esas paredes. La misa había terminado hacía unos minutos y solo quedábamos nosotros, mi madre y yo, bajo la luz temblorosa de las velas.
Ella no respondió de inmediato. Se quedó mirando el altar, con los labios apretados y las manos entrelazadas sobre el regazo. El padre Tomás recogía los últimos misales, fingiendo no escuchar nuestra conversación. Yo sentía el corazón en la garganta, como si supiera que esa noche algo iba a romperse para siempre.
—No podía quedarme en casa —susurró al fin—. No después de lo que pasó anoche.
Me estremecí. Desde niño había aprendido a leer los silencios de mi madre. Sabía que cuando hablaba así, algo grave había sucedido. Pero esta vez era diferente. Había una sombra en sus ojos que nunca antes había visto.
—¿Tiene que ver con papá? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Ella asintió, y una lágrima rodó por su mejilla. Afuera, un trueno sacudió los cimientos del templo. Me acerqué y tomé su mano. Estaba fría, como si llevara horas bajo la lluvia.
—Anoche… —empezó a decir, pero su voz se quebró—. Anoche tu papá volvió tarde. Venía borracho otra vez. Y esta vez…
No necesitaba que terminara la frase. Desde hacía meses, mi padre llegaba a casa con el aliento a aguardiente y los ojos llenos de rabia. La crisis económica lo había dejado sin trabajo en la fábrica de textiles y desde entonces todo había cambiado. La casa se llenó de gritos, de puertas que se cerraban de golpe y de silencios más pesados que cualquier tormenta.
—¿Te hizo daño? —le pregunté, apretando su mano con fuerza.
Ella negó con la cabeza, pero no me convenció. Sabía que ocultaba algo más.
El padre Tomás se acercó en ese momento. Su sotana negra parecía absorber la poca luz que quedaba en la iglesia.
—¿Todo bien, hijos? —preguntó con voz suave.
Mi madre intentó sonreír, pero solo consiguió que su tristeza fuera más evidente.
—Padre… ¿usted cree que Dios perdona a quienes hacen daño a su familia? —le pregunté, sin poder contenerme.
El sacerdote me miró con compasión. Se sentó a nuestro lado y suspiró.
—Dios perdona a todos los que se arrepienten de corazón —dijo—. Pero también nos da fuerza para enfrentar lo que no podemos cambiar.
Sentí rabia. ¿De qué servía el perdón cuando el daño ya estaba hecho? ¿De qué servían las oraciones cuando mi madre lloraba cada noche y mi padre se perdía en el alcohol?
—No quiero volver a casa —dije en voz baja—. No mientras él siga así.
Mi madre me miró con horror.
—¡No digas eso! Es tu padre…
—¡Pero nos está destruyendo! —grité, y mi voz retumbó en las paredes vacías.
El padre Tomás puso una mano en mi hombro.
—A veces amar significa poner límites —dijo—. Nadie merece vivir con miedo.
La lluvia seguía cayendo, implacable. Pensé en mi hermana menor, Lucía, que esa noche se había quedado en casa de una vecina porque tenía miedo de los gritos. Pensé en mi infancia, cuando mi padre era un hombre alegre que nos llevaba al parque los domingos y me enseñaba a volar barriletes en el cerro San Cristóbal.
¿Qué le había pasado? ¿En qué momento se convirtió en ese extraño?
Mi madre rompió a llorar. La abracé y sentí su cuerpo temblar como una hoja bajo la tormenta.
—No sé qué hacer —sollozó—. No quiero perderlo, pero tampoco puedo seguir así…
El padre Tomás nos miró con tristeza.
—Hay lugares donde pueden ayudarles —dijo—. Grupos de apoyo, psicólogos… No están solos.
Pero yo sabía que en nuestro barrio nadie hablaba de esas cosas. La gente prefería callar, fingir que todo estaba bien. El qué dirán era más fuerte que cualquier dolor.
Me levanté y caminé hacia el altar. Miré la imagen del Cristo crucificado y sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
—¿Por qué permites esto? —murmuré—. ¿Por qué nos abandonaste?
El silencio fue mi única respuesta.
De pronto, recordé algo que mi abuela Carmen solía decirme cuando era niño: “La fe no es esperar milagros; es tener el valor de seguir adelante cuando todo parece perdido”.
Volví junto a mi madre y le tomé la mano.
—Vamos a salir de esto —le prometí—. No sé cómo, pero lo haremos juntos.
Ella me miró con los ojos llenos de esperanza y miedo al mismo tiempo.
Salimos de la iglesia bajo la lluvia, sin paraguas, dejando atrás las velas temblorosas y el olor a incienso. Caminamos despacio por las calles empedradas del barrio San Miguel, esquivando charcos y saludando a las pocas personas que aún quedaban fuera a esa hora.
Al llegar a casa, encontramos a mi padre dormido en el sofá, con una botella vacía junto a él. Lucía estaba sentada en la cocina, abrazando a su muñeca rota.
Me acerqué a ella y le acaricié el cabello.
—Todo va a estar bien —le susurré—. Te lo prometo.
Esa noche no dormí. Escuché los ronquidos de mi padre mezclados con el sonido de la lluvia golpeando el techo de zinc. Pensé en todo lo que había perdido y en lo poco que aún podía salvarse.
A la mañana siguiente, tomé una decisión. Fui al colegio como siempre, pero al salir busqué al director y le conté todo lo que estaba pasando en casa. Lloré frente a él como nunca antes lo había hecho. Él me escuchó en silencio y luego me abrazó.
—No estás solo, Diego —me dijo—. Vamos a ayudarte.
Esa fue la primera vez que sentí un poco de alivio. Poco después llegaron trabajadores sociales al barrio y hablaron con mi madre. Mi padre aceptó ir a un grupo de apoyo para alcohólicos después de mucha resistencia y vergüenza. No fue fácil; hubo recaídas, discusiones y lágrimas. Pero poco a poco empezamos a sanar.
Hoy, años después, sigo recordando aquella noche lluviosa de octubre como el inicio del cambio. Mi familia no volvió a ser perfecta, pero aprendimos a hablar, a pedir ayuda y a no escondernos detrás del miedo o la vergüenza.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias más viven atrapadas en el silencio? ¿Cuántos Diegos hay allá afuera esperando una oportunidad para romper el ciclo?
¿Y tú? ¿Te atreverías a pedir ayuda si estuvieras en mi lugar?