Caminando entre las nubes: Una historia de redención y familia

—¿Ya te crees libre, Tomás? —escuché la voz áspera del guardia mientras la puerta de hierro se cerraba tras de mí con un estruendo que me retumbó en el pecho.

No respondí. Solo apreté el asa de mi vieja mochila y sentí cómo la llovizna me empapaba la cara. Era una tarde gris en el barrio San Martín, uno de esos lugares donde las casas parecen encogerse bajo el peso de los problemas. Caminé rápido, como si pudiera dejar atrás los años que pasé encerrado, pero cada paso era más pesado que el anterior.

Mi madre, Doña Rosa, me esperaba en la puerta de la casa. Tenía el cabello más blanco que cuando me fui y los ojos llenos de preguntas. No me abrazó. Solo me miró, con esa mezcla de amor y decepción que duele más que cualquier golpe.

—¿Y ahora qué, Tomás? —me preguntó sin rodeos.

—Ahora… ahora quiero empezar de nuevo, mamá —le dije, aunque ni yo mismo me creía.

Entré a la casa y sentí el olor a café viejo y humedad. Mi hermana menor, Lucía, apenas me saludó. Su hijo, Matías, se escondió detrás de ella. Todos sabían lo que hice. Todos sabían que fui yo quien robó en la tienda del barrio para comprar droga, que fui yo quien arrastró a papá a la desesperación antes de que muriera de un infarto.

Esa noche no dormí. Escuchaba los murmullos de mi familia desde el cuarto donde antes jugaba con Lucía. «No va a cambiar», decía ella. «Solo va a traer más problemas». Mi madre lloraba bajito. Yo apretaba los dientes y pensaba en mi hija, Valentina, a quien no veía desde hacía tres años.

Al día siguiente salí temprano a buscar trabajo. Nadie quería darme una oportunidad. Don Ernesto, el panadero, me miró con lástima.

—Mirá, Tomás… vos sabés cómo es esto. La gente habla mucho. No puedo arriesgarme —me dijo, bajando la voz.

Me fui con las manos vacías y el orgullo hecho trizas. En la esquina me encontré con El Gordo Ramiro, viejo amigo de andanzas turbias.

—¿Y? ¿Ya te cansaste de ser bueno? —se burló—. Si querés plata fácil, ya sabés dónde encontrarme.

Le di la espalda. No quería volver a ese mundo, pero la tentación era como una sombra pegada a mis talones.

Los días pasaban lentos. Ayudaba a mi madre en lo que podía: arreglaba goteras, pintaba paredes, cuidaba a Matías cuando Lucía trabajaba en la fábrica. Pero nada parecía suficiente para borrar el pasado.

Una tarde vi a Valentina en la plaza. Estaba con su madre, Mariana, quien me miró con odio apenas me acerqué.

—No te acerques —me dijo Mariana—. No quiero que le hagas daño otra vez.

Valentina me miró con esos ojos grandes que tenía de niña. Quise hablarle, decirle cuánto la extrañaba, pero Mariana se la llevó de la mano antes de que pudiera abrir la boca.

Esa noche lloré como un niño. Mi madre entró al cuarto y se sentó a mi lado.

—Tenés que ser paciente, hijo —me dijo—. El perdón no se exige, se gana.

Pero ¿cómo se gana el perdón cuando todo el mundo te recuerda lo que hiciste?

Un día recibí una carta del juzgado: debía presentarme ante el juez para una audiencia sobre la custodia de Valentina. Sentí miedo y esperanza al mismo tiempo. Fui con mi mejor ropa —la misma camisa azul que usé en el bautizo de mi hija— y esperé mi turno entre abogados y madres llorando.

Mariana habló primero:

—Tomás no es una mala persona, pero no está listo para ser padre otra vez —dijo con voz temblorosa—. Valentina necesita estabilidad.

Cuando me tocó hablar, sentí que las palabras se me atoraban en la garganta.

—Sé que fallé —admití—. Pero estoy luchando por cambiar. Solo quiero una oportunidad para demostrarle a mi hija que puedo ser mejor.

El juez decidió darme visitas supervisadas. No era mucho, pero era algo.

Las primeras veces que vi a Valentina fueron incómodas. Ella apenas hablaba y yo no sabía cómo acercarme sin asustarla. Le llevé un cuaderno para dibujar y poco a poco empezó a confiar en mí otra vez.

Mientras tanto, en casa las cosas seguían tensas. Lucía discutía conmigo cada vez que podía.

—¿Por qué mamá tiene que cargar contigo? —me gritó una noche—. ¡Siempre fuiste un problema!

—Estoy intentando cambiar…

—¡Eso decís siempre! Pero nunca cumplís nada.

Me encerré en el baño y golpeé la pared hasta sangrarme los nudillos. El dolor físico era más fácil de soportar que el desprecio de mi hermana.

Un día recibí una oferta inesperada: Don Ernesto necesitaba alguien para repartir pan porque su ayudante se enfermó. Acepté sin pensarlo dos veces. Al principio los vecinos me miraban con desconfianza cuando tocaba sus puertas, pero poco a poco algunos empezaron a saludarme otra vez.

Con lo poco que ganaba pude comprarle un regalo a Valentina para su cumpleaños: una bicicleta usada pero bien cuidada. Cuando se la di, sus ojos brillaron como antes.

—¿Me enseñas a andar? —me preguntó tímida.

Sentí que el corazón se me llenaba de esperanza por primera vez en años.

Pero no todo era fácil. Una noche Ramiro apareció borracho en mi casa y empezó a gritar desde la calle:

—¡Tomás! ¡Salí! ¡No te hagas el santo!

Mi madre salió a enfrentarlo mientras yo temblaba de rabia y vergüenza.

—¡Dejá en paz a mi hijo! —le gritó ella—. ¡Él ya no es como vos!

Ramiro se fue insultando y tirando piedras al portón. Esa noche entendí que nunca podría borrar del todo mi pasado, pero sí podía decidir quién quería ser ahora.

Con el tiempo, Mariana empezó a confiar un poco más en mí. Me dejó llevar a Valentina al parque sin supervisión y hasta vino una tarde a tomar mate con nosotros en casa.

Un domingo nos sentamos todos juntos en la mesa: mi madre, Lucía (aunque seguía seria), Matías jugando con Valentina y yo sirviendo pan casero que aprendí a hacer con Don Ernesto.

Miré alrededor y sentí una paz extraña. No era perfecto, pero era real.

A veces pienso en todo lo que perdí por mis errores y me pregunto si algún día podré perdonarme del todo. Pero cada vez que Valentina sonríe o mi madre me abraza sin miedo, siento que vale la pena seguir luchando.

¿Ustedes creen que uno puede realmente empezar de nuevo? ¿O hay errores que nunca se olvidan?