Caminos Cruzados: La Decisión de Mariana

—¡Mariana! ¡Por el amor de Dios, contesta!— gritó mi madre desde la cocina, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina con furia. Yo tenía el teléfono temblando en las manos, la pantalla iluminando mi rostro cansado. Era la llamada que había esperado y temido por meses: la universidad en Ciudad de México me ofrecía la beca completa. Pero mi madre no lo sabía, y en ese momento, su voz era un ancla que me mantenía atada a este pequeño pueblo en Chiapas, donde los sueños suelen marchitarse antes de florecer.

—Ya voy, mamá— respondí, tratando de que no se notara el temblor en mi voz. Guardé el teléfono en el bolsillo de mi pantalón desgastado y entré a la cocina, donde el olor a frijoles refritos y café recién hecho llenaba el aire.

Mi madre, Rosa, tenía las manos cubiertas de harina y el ceño fruncido. —¿Otra vez con ese teléfono? ¿No ves que aquí hay trabajo?—

—Perdón, es que… era la universidad— murmuré, bajando la mirada.

Ella dejó caer la masa sobre la mesa con un golpe seco. —¿Y para qué quieres irte tan lejos? Aquí tienes a tu familia. Tu abuela está enferma, tu hermano menor necesita ayuda con las tareas… ¿Quién va a cuidar todo esto si tú te vas?

Sentí un nudo en la garganta. Mi abuela, Doña Lupita, estaba en su cuarto, apenas podía caminar desde que le dio el último ataque. Mi hermano Emiliano tenía apenas doce años y ya cargaba con más responsabilidades que muchos adultos. Y mi padre… bueno, él se fue hace años a buscar trabajo a Monterrey y nunca volvió.

—Mamá, es una oportunidad— susurré. —Puedo estudiar medicina. Puedo ayudarles mejor si estudio.

Ella me miró con esos ojos oscuros llenos de cansancio y amor. —¿Y si te pasa algo allá? La ciudad es peligrosa. Aquí al menos sé dónde encontrarte.

En ese momento, Emiliano entró corriendo, empapado hasta los huesos. —¡Mari! Se metió agua al cuarto de la abuela.

Corrí tras él, olvidando por un instante mis propios problemas. El techo goteaba sobre la cama de mi abuela. Ella me sonrió débilmente cuando llegué.

—No te preocupes, mija. El agua no me asusta tanto como perderte a ti— susurró, adivinando mis pensamientos.

Esa noche no dormí. Escuché la lluvia y pensé en todas las mujeres del pueblo que alguna vez soñaron con irse y nunca lo hicieron. Pensé en mi amiga Lucía, que se casó a los diecisiete porque su familia no podía mantenerla más tiempo en casa. Pensé en mi tía Carmen, que cruzó la frontera y ahora manda dólares pero nunca volvió a abrazar a su madre.

A la mañana siguiente, mientras ayudaba a mi madre a lavar ropa en el río, ella rompió el silencio:

—¿Tanto te duele dejarme sola?

Me quedé callada. No era solo dejarla sola; era dejarme sola a mí misma en un mundo desconocido. Pero también era la única forma de romper el ciclo.

—Mamá… yo quiero ser alguien. Quiero ayudarles de verdad. Si me quedo aquí, solo voy a ver cómo todo se desmorona poco a poco.

Ella suspiró largo y tendido. —Yo también tuve sueños, Mariana. Pero mira dónde estoy.

La miré por primera vez como mujer y no solo como madre. Vi sus manos agrietadas por el trabajo, su espalda encorvada por los años y las penas.

Esa tarde llegó mi primo Javier en su moto vieja. —¿Ya supiste lo de la beca?— me preguntó en voz baja mientras mi madre no escuchaba.

—Sí… pero no sé si irme.

Él me miró serio. —Si te quedas por miedo o por culpa, te vas a arrepentir toda la vida. Yo me quedé y mira… sigo aquí vendiendo tortillas y arreglando motos ajenas.

La decisión me quemaba por dentro. Esa noche, mientras cenábamos tortillas con sal porque no había más, mi madre rompió el silencio:

—Si decides irte… prométeme que no te olvidarás de nosotros.

Las lágrimas me llenaron los ojos. —Nunca podría olvidarlos.

Al día siguiente empaqué mis pocas cosas: dos mudas de ropa, una foto de familia y una libreta donde escribía mis sueños desde niña. Mi abuela me bendijo con una mano temblorosa:

—Ve y haz lo que yo nunca pude hacer. Pero no pierdas tu corazón en el camino.

Mi hermano Emiliano me abrazó fuerte y me susurró al oído: —Cuando seas doctora, ¿me llevas contigo?

Subí al autobús rumbo a Ciudad de México con el corazón hecho pedazos pero también lleno de esperanza. Miré por la ventana cómo el pueblo se hacía pequeño entre los árboles y sentí miedo… pero también libertad.

Ahora escribo estas líneas desde un cuarto pequeño en una residencia universitaria. Extraño el olor a café de mi madre, las risas de Emiliano y las historias de mi abuela. Pero cada vez que dudo, recuerdo sus palabras y sé que este sacrificio es por todos nosotros.

¿Vale la pena dejarlo todo por un sueño? ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su familia y su futuro? ¿Y tú… qué habrías hecho en mi lugar?