Cerré los ojos ante sus traiciones — hasta que caí en la calle y descubrí quién realmente estaba a mi lado
—¿Otra vez llegas tarde, Tomás? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras él dejaba las llaves sobre la mesa sin mirarme.
No respondió. Solo se quitó la chaqueta y se encerró en el baño. Yo me quedé ahí, parada en la cocina de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, con el corazón apretado y la cena fría sobre la mesa. Mis hijos, Lucía y Mateo, jugaban en la sala, ajenos a la tensión que llenaba el aire. Me pregunté, como tantas veces antes, si valía la pena seguir fingiendo que todo estaba bien. Pero me convencí de que lo hacía por ellos, por su sonrisa, por la ilusión de una familia unida.
No era la primera vez que Tomás llegaba tarde, oliendo a perfume ajeno y con excusas que ya ni siquiera intentaba disimular. Yo cerraba los ojos, apretaba los dientes y seguía adelante. «Por los chicos», me repetía, como si ese mantra pudiera protegerme del dolor. Mis amigas me decían que era fuerte, pero yo solo sentía miedo: miedo a estar sola, miedo al qué dirán, miedo a romper la rutina que nos mantenía a flote.
Una tarde de julio, mientras caminaba apurada por el centro para llegar a tiempo a buscar a Lucía al colegio, sentí un mareo repentino. Todo se volvió borroso y, antes de darme cuenta, caí al suelo. Recuerdo el frío de las baldosas, el murmullo de la gente alrededor y el sonido lejano de una ambulancia. Cuando abrí los ojos, estaba en el hospital, con una enfermera amable preguntándome mi nombre.
—¿Hay alguien a quien podamos llamar? —me preguntó.
—A mi esposo… Tomás —susurré, aunque en el fondo sabía que no contestaría.
Pasaron horas. Nadie llegó. Solo después de insistirle varias veces a la enfermera, logré que llamaran a mi hermana, Mariana. Ella llegó corriendo, con el rostro desencajado y los ojos llenos de preocupación.
—¡Ay, Sofía! ¿Qué te pasó? —me abrazó fuerte, como cuando éramos niñas y yo tenía miedo a la oscuridad.
—Nada grave… solo un susto —mentí, porque no quería preocuparla más.
Mariana se quedó conmigo toda la noche. Me trajo agua, me acomodó las almohadas y hasta discutió con los médicos para que me atendieran mejor. Tomás apareció recién al día siguiente, con cara de fastidio y el celular pegado a la mano.
—¿Y los chicos? —pregunté apenas lo vi.
—Están con mi mamá —respondió seco, sin mirarme a los ojos.
No preguntó cómo me sentía. No me tomó la mano. Solo se sentó en una silla y empezó a revisar mensajes. Mariana lo miró con rabia contenida, pero no dijo nada. Yo sentí una punzada en el pecho: ahí estaba la verdad que había evitado ver durante años. Tomás no estaba conmigo. Nunca lo estuvo realmente.
Esa noche, mientras escuchaba el pitido monótono del monitor cardíaco, lloré en silencio. Lloré por todas las veces que me callé, por todos los sueños que guardé en un cajón, por la mujer que fui antes de convertirme en una sombra dentro de mi propio hogar. Mariana me acarició el cabello y me susurró:
—Sofi, no merecés esto. No estás sola. Yo estoy acá, siempre.
Las palabras de mi hermana fueron como un bálsamo. Recordé nuestra infancia en Santiago del Estero, cuando compartíamos una cama y soñábamos con una vida mejor. ¿En qué momento me perdí? ¿Cuándo dejé de ser Sofía para convertirme solo en «la esposa de Tomás»?
Al día siguiente, Lucía y Mateo vinieron a verme. Sus caritas asustadas me partieron el alma. Los abracé fuerte y les prometí que todo iba a estar bien. Pero esa promesa ya no era para ellos: era para mí.
Cuando volví a casa, todo seguía igual… pero yo ya no era la misma. Empecé a notar detalles que antes ignoraba: las miradas esquivas de Tomás, los mensajes ocultos en su celular, las llamadas a deshoras. Una noche, mientras él dormía, revisé su teléfono y confirmé lo que ya sabía: otra mujer, otra mentira.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Mariana me llamó.
—¿Cómo estás?
—Decidida —le respondí sin dudar.
Esa palabra resonó en mi pecho como un trueno. Decidida. Por primera vez en años sentí que tenía el control de mi vida. Hablé con Tomás esa misma noche. No hubo gritos ni reproches. Solo una verdad dolorosa que ya no podía ocultar.
—No puedo seguir así —le dije—. Me estoy perdiendo a mí misma.
Él no supo qué decir. Se encogió de hombros y salió de la habitación. Yo sentí una paz extraña, como si me hubiera quitado un peso enorme de encima.
Con el apoyo de Mariana y mis hijos, empecé de nuevo. Busqué trabajo como maestra suplente en una escuela del barrio y volví a estudiar por las noches. Al principio fue difícil: la soledad dolía, el miedo al futuro me paralizaba. Pero cada vez que veía a Lucía y Mateo sonreír, sabía que había tomado la decisión correcta.
Hoy, tres años después de aquella caída en la calle, miro atrás y casi no reconozco a la mujer que fui. Aprendí que el amor propio es más fuerte que cualquier miedo, que la familia no siempre es la sangre sino quienes te sostienen cuando más lo necesitas.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres siguen callando por miedo o por costumbre? ¿Cuántas Sofías hay allá afuera esperando un golpe de realidad para despertar? ¿Y vos… te animarías a elegirte a vos misma?