Cicatrices en la piel y el alma: La historia de Mariana en un barrio de Ciudad Juárez

—¡No, papá, por favor!— grité mientras el vaso volaba por el aire y se estrellaba contra la pared, desparramando agua y miedo por todo el piso de la cocina. Mi madre, con los ojos bajos y las manos temblorosas, recogía los pedazos de vidrio sin decir una palabra. Yo tenía apenas ocho años, pero ya sabía que el silencio era la única forma de sobrevivir en esa casa de ladrillos agrietados en la colonia Anapra, en Ciudad Juárez.

Mi nombre es Mariana Torres y crecí entre el estruendo de las peleas y la amenaza constante del cinturón. Mi padre, Don Ernesto, era un hombre grande, de voz ronca y manos pesadas. Trabajaba en una maquiladora y llegaba a casa oliendo a sudor y cerveza barata. Mi madre, Lucía, era todo lo contrario: pequeña, frágil, con una tristeza perpetua en la mirada. Nunca supe si alguna vez fue feliz.

Las noches eran las peores. El sonido de la puerta principal al cerrarse era la señal para que mi hermano menor, Emiliano, y yo nos escondiéramos en nuestro cuarto. A veces escuchábamos los gritos desde la sala: “¡Eres una inútil! ¿Para qué sirves?” Y luego, el golpe seco. Yo abrazaba a Emiliano fuerte, tapándole los oídos mientras él lloraba en silencio.

Una tarde de julio, cuando el calor apretaba y el polvo se metía por las rendijas de las ventanas, mi madre me llamó a la cocina. —Mariana, ¿puedes ayudarme a pelar las papas?— Su voz era tan baja que apenas la escuché. Me senté a su lado y vi que tenía un moretón nuevo en el brazo. Quise preguntarle qué había pasado, pero ella solo me miró y negó con la cabeza. “No digas nada”, decían sus ojos.

En la escuela, fingía que todo estaba bien. Mis amigas, Karla y Yesenia, hablaban de telenovelas y sueños de irse a vivir a Monterrey o al DF. Yo solo pensaba en llegar a casa antes que mi padre para cuidar a Emiliano. Los maestros decían que era una niña callada, pero aplicada. Nadie sospechaba nada.

Una noche, después de una pelea especialmente violenta, mi madre se sentó en mi cama. —Hija, ¿tú crees que algún día podamos ser felices?— Me quedé callada. No sabía qué responderle. Ella lloró en silencio hasta quedarse dormida a mi lado.

El tiempo pasó y la violencia se volvió rutina. Aprendí a leer los gestos de mi padre para anticipar sus ataques. Aprendí a esconder los moretones con manga larga aunque hiciera calor. Aprendí a mentir cuando alguien preguntaba por qué mi hermano tenía miedo de los hombres adultos.

A los quince años, algo cambió. Una noche escuché a mi madre hablar por teléfono en voz baja: —No puedo más… sí… necesito ayuda…— Al día siguiente llegó mi tía Rosa con dos policías. Mi padre gritó e insultó a todos, pero al final se lo llevaron esposado mientras los vecinos miraban desde las ventanas.

Nos mudamos con mi tía Rosa a su casa del otro lado de la ciudad. Al principio fue difícil: extrañaba mi cuarto, mis cosas, incluso el ruido familiar del tren pasando cerca de casa. Pero poco a poco empecé a respirar diferente. Emiliano dormía sin despertarse llorando y mi madre empezó a sonreír tímidamente.

Sin embargo, las cicatrices no desaparecieron. Cada vez que escuchaba un grito en la calle o un portazo fuerte, mi cuerpo se tensaba como si esperara el golpe. En la prepa me costaba confiar en la gente; sentía que nadie podía entender lo que había vivido.

Un día, durante una clase de literatura, la maestra nos pidió escribir sobre nuestro mayor miedo. Dudé mucho antes de poner la pluma sobre el papel, pero finalmente escribí: “Tengo miedo de convertirme en alguien como mi padre o en alguien tan callada como mi madre”. Cuando leí mi texto frente al grupo, sentí que algo dentro de mí se rompía y se liberaba al mismo tiempo.

Después de clase, Karla se me acercó y me abrazó fuerte. —No estás sola, Mariana— me dijo con lágrimas en los ojos. Fue la primera vez que sentí que podía hablar sin vergüenza ni culpa.

Con los años aprendí que el perdón no es olvidar ni justificar lo que pasó. Es dejar de cargar con ese peso todos los días. Mi madre empezó a ir a terapia y yo también. Emiliano creció siendo un joven noble y sensible; nunca quiso hablar mucho del pasado, pero siempre me agradeció por protegerlo.

A veces me pregunto si algún día podré mirar atrás sin sentir dolor o rabia. Si podré construir una familia diferente, donde los gritos no sean parte del amor y donde el silencio no sea sinónimo de miedo.

Hoy trabajo como psicóloga en un centro comunitario para mujeres víctimas de violencia en Ciudad Juárez. Escucho historias parecidas a la mía todos los días y trato de dar esperanza donde antes solo había desesperanza.

A veces me despierto en medio de la noche con el eco lejano de un vaso rompiéndose o el susurro tembloroso de mi madre pidiendo ayuda. Pero también escucho las risas nuevas de Emiliano jugando con sus hijos o el “gracias” sincero de una mujer que decide romper el ciclo.

¿Será posible sanar del todo? ¿O simplemente aprendemos a vivir con nuestras cicatrices? ¿Ustedes qué piensan?