Cinco años en la sombra: El grito de una madre mexicana tras la desaparición de su hija
—¡Mariana! ¡No te vayas! —grité desde la puerta, pero ella ya estaba subiendo a la moto de ese muchacho, Julián, el nuevo novio que apenas conocía. El rugido del motor se llevó mis palabras y, sin saberlo, también se llevó mi paz.
Han pasado cinco años desde esa tarde calurosa en Ciudad Obregón. Cinco años desde que mi hija desapareció sin dejar rastro. Me llamo Rosa María y desde entonces no he vuelto a dormir una noche entera. La gente dice que el tiempo lo cura todo, pero no saben lo que es esperar cada día una llamada, una pista, una señal de vida. No saben lo que es vivir en la sombra.
La primera noche fue un infierno. Llamé a todos los hospitales, fui a la policía y me miraron con esa mezcla de lástima y fastidio. «Señora, seguro se fue con el novio, ya regresará», me dijeron. Pero yo conocía a mi hija. Mariana era rebelde, sí, pero nunca dejaría de avisarme. No así.
Mi esposo, Ernesto, trató de calmarme. «Rosa, dale tiempo. Tal vez solo quiere espacio». Pero yo sentía en el pecho un vacío que no se llenaba con palabras. Pasaron los días y nada. Ni una llamada, ni un mensaje. Julián tampoco apareció. Su familia decía que no sabían nada, pero yo veía el miedo en sus ojos.
A la semana, volví a la policía. Esta vez fui más fuerte: «¡Mi hija está desaparecida! ¡Ayúdenme!» El comandante Ramírez me miró como si fuera una molestia más en su día. «¿Tiene enemigos? ¿Andaba en malos pasos?» Me dolió escuchar eso. ¿Por qué siempre culpan a las víctimas?
Empecé a buscar sola. Pegaba carteles con la foto de Mariana en los postes, en los mercados, en las escuelas. Me acompañaba mi hijo menor, Emiliano, que apenas tenía 10 años y preguntaba cada noche: «¿Mamá, Mariana va a volver?» Yo le mentía: «Sí, hijo, va a volver».
La familia empezó a fracturarse. Ernesto se encerró en sí mismo; dejó de hablarme y se refugiaba en el trabajo. Mi suegra decía que era culpa mía por no haber controlado mejor a Mariana. Mi hermana Leticia me ayudaba a buscarla, pero también tenía miedo: «Rosa, no te metas con esa gente… aquí mandan los narcos».
Una tarde recibí una llamada anónima: «Deje de buscar o va a perder otro hijo». Sentí que el mundo se me venía encima. Fui a la policía con el número, pero solo anotaron el dato y me dijeron que no podían hacer nada sin pruebas.
Empecé a ir a marchas con otras madres buscadoras. Ahí conocí a Doña Lupita, que llevaba siete años buscando a su hijo. «No estás sola, Rosa», me dijo abrazándome fuerte. Juntas cavamos fosas clandestinas en los alrededores del pueblo; buscamos huesos, ropa, cualquier señal.
A veces soñaba con Mariana: la veía sonriendo, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Me despertaba empapada en sudor y lágrimas. Ernesto ya dormía en otro cuarto; decía que yo estaba obsesionada y que debía dejarla ir.
Un día recibí un mensaje por Facebook: una foto borrosa de Mariana en una esquina del centro de Hermosillo. Corrí hasta allá con Leticia y Emiliano. Preguntamos a los comerciantes; algunos decían haberla visto pidiendo dinero con un hombre mayor. Otros decían que era imposible reconocerla; todas las muchachas desaparecidas se parecen después de tanto tiempo.
La policía seguía sin hacer nada. Un agente joven me confesó: «Señora Rosa, aquí todo se mueve con dinero o favores… si no tiene cómo pagarle al comandante, mejor búsquela usted misma».
Vendí mi anillo de bodas para pagarle a un periodista local que publicó la historia de Mariana en redes sociales. Pronto recibí mensajes de otras madres: «Mi hija también desapareció con un novio», «A mi sobrina se la llevaron unos tipos en moto».
La rabia me quemaba por dentro. ¿Cuántas Marianas hay en México? ¿Cuántas madres como yo viven esperando una respuesta?
Un año después de la desaparición, Ernesto se fue de casa. «No puedo más», me dijo antes de irse con una maleta pequeña y los ojos llenos de lágrimas contenidas. Emiliano empezó a tener pesadillas; lo llevé al psicólogo del DIF pero solo le dieron pastillas para dormir.
Yo seguí buscando. Cada vez que encontraba un cuerpo sin identificar en las noticias sentía un escalofrío: ¿será ella? Fui al Semefo tantas veces que ya conocía a los empleados por nombre.
Un día encontré una pista: Julián había sido visto en Nogales cruzando la frontera hacia Arizona con una muchacha parecida a Mariana. Fui hasta allá con Leticia; recorrimos albergues y hospitales preguntando por ella. Nada.
La desesperación me llevó a enfrentar al comandante Ramírez:
—¿Por qué no hacen nada? ¡Es su trabajo!
—Señora Rosa, aquí hay cientos de casos como el suyo… No tenemos recursos para todos.
—¿Y si fuera su hija?
Me miró sin responder.
En las noches escribía cartas para Mariana:
«Hija, si puedes leer esto, quiero que sepas que te amo y te espero cada día… No importa lo que haya pasado, aquí tienes tu casa».
Pasaron los años y aprendí a vivir con el dolor como quien aprende a vivir con una herida abierta. Emiliano creció rápido; dejó de preguntar por su hermana pero yo sé que también le duele.
Hace unos meses encontré un grupo de madres buscadoras en Facebook; compartimos historias, pistas y abrazos virtuales. Algunas han encontrado a sus hijos vivos; otras solo han recuperado restos para darles sepultura digna.
Hoy sigo pegando carteles y preguntando por Mariana donde puedo. La gente me dice que ya la deje ir, que siga adelante… Pero ¿cómo se sigue adelante cuando falta un pedazo de tu alma?
A veces me siento sola contra el mundo; otras veces siento la fuerza de todas las madres que luchan conmigo.
¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo? ¿Cuántas hijas más tienen que desaparecer para que nos escuchen? ¿Qué harías tú si tu hija desapareciera mañana?