Cinco Meses con Don Ernesto: La Tormenta Bajo Nuestro Techo
—¡No pienso comer esa porquería otra vez, Lucía! —gritó Don Ernesto desde la mesa, golpeando el plato con la cuchara.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara. Mi esposo, Martín, me miró de reojo, suplicando silencio con los ojos. Pero yo ya estaba al borde. Llevábamos dos meses con Don Ernesto viviendo en nuestro departamento de tres ambientes en Caballito, y cada día era una batalla distinta: la comida, el baño, la televisión, hasta el volumen del mate.
Todo empezó una tarde de marzo. Martín llegó a casa con la noticia: su papá había tenido una discusión feroz con su hermana en Lanús y no tenía dónde quedarse. «Es solo por unas semanas», me prometió. Yo acepté, porque en mi familia siempre me enseñaron que a los mayores se los cuida. Pero nadie me advirtió que Don Ernesto era un huracán de malhumor y costumbres rígidas.
La primera noche ya fue incómoda. Don Ernesto se quejó del colchón inflable, del ruido de la avenida y hasta del olor a suavizante en las sábanas. «En mi casa no usábamos esas cosas químicas», murmuró. Martín intentó mediar, pero yo veía cómo su paciencia se evaporaba día tras día.
Las discusiones se volvieron rutina. Don Ernesto criticaba mi forma de limpiar, mi manera de hablarle a mi hija Sofi, hasta cómo colgaba la ropa en el balcón. «En mi época, las mujeres sabían llevar una casa», decía, sin mirar atrás. Yo apretaba los dientes y seguía, pero por dentro sentía que me estaba rompiendo.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Don Ernesto hablar por teléfono en voz baja:
—No, no puedo volver todavía… Lucía es buena piba, pero no entiende nada… Martín está ciego por ella… Sí, sí, ya sé que no es lo mismo que tu vieja…
Me temblaron las manos. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que yo era una intrusa en mi propia casa?
Martín empezó a llegar más tarde del trabajo. Decía que había mucho lío en la oficina, pero yo sabía que evitaba el ambiente tenso de casa. Sofi, que solo tiene ocho años, preguntaba por qué el abuelo siempre estaba enojado. Yo le inventaba cuentos sobre dragones gruñones y princesas valientes, pero cada noche lloraba en silencio.
El punto de quiebre llegó un domingo al mediodía. Había preparado milanesas con puré, el plato favorito de Martín y Sofi. Don Ernesto probó un bocado y lo escupió en la servilleta.
—¿Esto qué es? ¡Ni sal tiene! En mi casa se cocinaba con ganas, no con miedo.
Me levanté de la mesa sin decir palabra y fui al baño. Me miré al espejo y vi a una mujer cansada, con ojeras profundas y el corazón apretado. ¿Hasta cuándo iba a aguantar?
Esa noche enfrenté a Martín:
—No puedo más. O tu papá busca otra solución o esto nos va a destruir.
Martín se quedó callado mucho tiempo. Finalmente dijo:
—Es mi viejo, Lu. No puedo dejarlo en la calle.
—¿Y yo? ¿Y Sofi? ¿No somos tu familia también?
Esa discusión duró horas. Lloramos los dos. Martín confesó que sentía culpa por no poder ayudar más a su papá desde que su mamá murió. Yo le dije que también me sentía sola y desbordada.
Al día siguiente, decidí hablar con Don Ernesto. Me temblaban las piernas cuando entré a su cuarto improvisado.
—Don Ernesto —empecé—, necesitamos hablar.
Él ni levantó la vista del diario.
—¿Ahora qué hice?
—No es lo que hizo… Es cómo nos estamos sintiendo todos acá. Esta casa es chica para tanto enojo.
Por primera vez lo vi dudar. Bajó el diario y me miró directo a los ojos.
—¿Vos creés que yo quiero estar acá? —dijo, casi en un susurro—. Perdí mi casa, mi mujer… Ahora ni mis hijos me aguantan.
Me quedé helada. Nunca lo había escuchado tan vulnerable.
—No es fácil para nadie —le dije—. Pero si seguimos así nos vamos a lastimar todos.
Esa charla fue un punto de inflexión. No solucionó todo de golpe, pero abrió una grieta en el muro de resentimiento. Empezamos a poner reglas: turnos para el baño, días para elegir la comida, horarios para ver televisión. Sofi le enseñó a Don Ernesto a usar Netflix; él le contó historias de cuando era chico en Tucumán.
A veces recaíamos en viejas peleas. Un día casi tiro la toalla cuando Don Ernesto gritó porque Sofi dejó migas en el sillón. Pero algo había cambiado: ahora podíamos hablarlo después sin gritos ni reproches.
Cinco meses después, Don Ernesto consiguió mudarse a un departamento pequeño cerca del parque Centenario. El día que se fue lloramos todos un poco: él porque sentía que perdía otra familia; nosotros porque sabíamos que algo se había roto pero también algo se había sanado.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas familias sobreviven realmente a estas tormentas? ¿Cuántos secretos y dolores se esconden detrás de una puerta cerrada? ¿Vale la pena callar para evitar el conflicto o hay que animarse a hablar aunque duela?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el deber familiar antes de perderse uno mismo?