Con un solo bolso y mis hijos: La noche en que volví a nacer

—¡No te atrevas a salir de este cuarto!— rugió Javier, su voz retumbando en las paredes húmedas del departamento. Mis hijos, Camila y Emiliano, temblaban bajo las sábanas, sus ojos abiertos como platos. Yo apretaba el mango de la maleta que había preparado en secreto durante semanas, cada prenda doblada con el miedo de ser descubierta.

Esa noche, el reloj marcaba las dos y media cuando el último portazo de Javier me hizo entender que no habría otra oportunidad. Me acerqué a mis hijos y susurré: —Nos vamos, ahora. No hagan ruido. Camila, toma tu muñeca. Emiliano, ponte los zapatos. No pregunten, solo confíen en mamá.

Bajamos las escaleras del edificio en la colonia Doctores, esquivando los charcos de agua sucia y los gritos lejanos de una fiesta. Afuera, la ciudad era un monstruo dormido. Sentí el peso del bolso en mi hombro y el de mis hijos aferrados a mi falda. No tenía a dónde ir, pero cualquier lugar era mejor que ese infierno.

Mi familia nunca aprobó mi relación con Javier. «Te lo advertimos, Lucía», me repetía mi madre cada vez que llamaba pidiendo ayuda. Pero esa noche no podía pensar en reproches ni en orgullo. Caminamos hasta la estación del Metrobús, donde una señora nos miró con lástima y me regaló una moneda de diez pesos. «Que Dios te cuide, hija», murmuró.

Dormimos esa primera noche en la sala de espera del Hospital General. Camila lloró hasta quedarse dormida; Emiliano se aferró a mi brazo como si pudiera desaparecer en cualquier momento. Yo no dormí. Pensaba en cómo había llegado tan bajo: una licenciada en administración, ahora sin casa ni futuro.

Los días siguientes fueron una sucesión de puertas cerradas. Mi hermana Patricia me negó la entrada: «No puedo meterme en tus problemas, Lucía. Aquí ya somos muchos». Mi padre ni siquiera contestó el teléfono. Solo mi amiga Verónica me ofreció su sofá por unos días, pero su marido no tardó en incomodarse con nuestra presencia.

Encontré trabajo limpiando oficinas en Polanco. Salía antes del amanecer y volvía cuando ya era de noche. Mis hijos pasaban el día en una guardería pública donde a veces los regañaban por llorar demasiado o por no llevar lonchera. Cada peso era contado: la renta de un cuarto diminuto en Iztapalapa, los frijoles y arroz para la semana, el pasaje del camión.

A veces pensaba en Javier. En cómo me gritaba que sin él yo no era nadie, que nadie me querría con dos hijos y sin un centavo. Esas palabras me perseguían cuando fregaba pisos o cuando veía a mis hijos dormir juntos en un colchón prestado.

Una tarde, Camila llegó con un ojo morado. «Me empujaron porque no llevé tarea», sollozó. Sentí una rabia tan grande que quise gritarle al mundo entero. Pero solo pude abrazarla y prometerle que todo iba a mejorar.

La soledad era mi única compañía. En los cumpleaños de los niños, improvisaba pasteles con pan dulce y velas recicladas. En Navidad, colgábamos dibujos en la pared porque no había dinero para adornos. Pero cada sonrisa de mis hijos era una victoria contra el destino.

Un día, mientras limpiaba una oficina elegante, escuché a dos mujeres hablar sobre un curso gratuito de computación para madres solteras en la delegación Cuauhtémoc. Me apunté sin pensarlo. Aprendí a usar Excel y a redactar currículums. Poco después conseguí un trabajo como asistente administrativa en una pequeña empresa.

El primer día que recibí mi sueldo completo lloré de alivio. Compré una pizza para mis hijos y nos sentamos en el suelo a celebrar como si fuera una fiesta de gala.

Pero la vida nunca deja de poner pruebas. Javier apareció un día afuera de la escuela de Emiliano. Quiso llevarse al niño a la fuerza; gritó que yo era una mala madre y que él tenía derechos. Los vecinos llamaron a la policía y tuve que enfrentarme a un proceso legal para proteger a mis hijos.

Fueron meses de miedo e incertidumbre, pero también de coraje. Conocí a otras mujeres como yo: madres solteras, sobrevivientes de violencia, luchadoras incansables. Nos apoyábamos compartiendo comida, consejos legales y abrazos silenciosos.

Hoy vivo en un departamento pequeño pero propio, conseguido con mucho esfuerzo y un crédito INFONAVIT que aún pago mes a mes. Mis hijos van a la secundaria; Camila quiere ser abogada para ayudar a mujeres como nosotras. Emiliano sueña con ser maestro.

A veces me despierto sudando frío, recordando esa noche oscura en la colonia Doctores. Pero luego veo a mis hijos reír y sé que valió la pena cada lágrima, cada sacrificio.

Me pregunto si todas las mujeres tenemos esa fuerza escondida para levantarnos del fondo cuando todo parece perdido. ¿Cuántas Lucías más hay allá afuera esperando su oportunidad para volver a nacer? ¿Tú qué piensas? ¿De dónde sacamos el valor para empezar de nuevo?