Con una maleta y dos hijos en la noche: Renací desde el abismo
—¡No me vas a dejar! —gritó Javier, su voz retumbando en las paredes de la casa como un trueno. Mis manos temblaban mientras metía la última muda de ropa en la vieja maleta azul. Mis hijos, Camila y Mateo, me miraban con ojos grandes y asustados desde la puerta del cuarto. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si el cielo también llorara conmigo.
No sé cómo encontré el valor esa noche. Quizás fue el miedo de ver a Camila encogida en un rincón, cubriéndose los oídos para no escuchar los gritos. O tal vez fue el recuerdo de mi madre diciéndome que una mujer debe aguantar por sus hijos. Pero yo ya no podía más. No quería que mis hijos crecieran creyendo que el amor se mide en golpes y gritos.
—Vámonos, mamá —susurró Mateo, apenas audible. Tenía solo seis años, pero sus palabras me dieron la fuerza que necesitaba. Tomé la mano de cada uno y salimos a la calle oscura, dejando atrás todo lo que conocíamos.
La terminal de autobuses de Ciudad Juárez estaba casi vacía a esa hora. Compré tres boletos con los últimos billetes arrugados que guardaba en el monedero. No tenía un plan, solo sabía que no podía volver. Mi hermana Lucía vivía en Monterrey, pero hacía años que no hablábamos. Aun así, le mandé un mensaje: “Voy para allá. No tengo a dónde más ir”.
El viaje fue largo y silencioso. Camila se quedó dormida apoyada en mi hombro; Mateo miraba por la ventana, con los ojos llenos de preguntas que no me atrevía a responder. Yo solo pensaba en cómo iba a empezar de cero con dos niños y una maleta.
Cuando llegamos a Monterrey, Lucía nos recibió con una mezcla de sorpresa y molestia. —¿Por qué no me avisaste antes? —me reprochó mientras nos hacía pasar al pequeño departamento que compartía con su esposo y sus dos hijos.
—No tenía tiempo —le respondí, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba por dentro.
Los primeros meses fueron los más duros de mi vida. Dormíamos los cuatro en un colchón inflable en la sala. Lucía me ayudó a conseguir trabajo limpiando casas, pero el dinero apenas alcanzaba para comer. Mi cuñado me miraba con desconfianza cada vez que llegaba tarde del trabajo.
—No quiero problemas aquí —me dijo una noche, mientras Lucía fingía no escuchar.
A veces pensaba en regresar con Javier. Al menos allá tenía un techo propio, aunque estuviera lleno de miedo. Pero cada vez que veía a mis hijos dormir abrazados, recordaba por qué había huido.
La soledad era mi única compañera. Mi madre me llamó solo una vez para decirme que estaba avergonzada de mí. —Una mujer debe aguantar —repitió—. ¿Qué ejemplo les das a tus hijos?
Lloré esa noche como nunca antes. Pero al día siguiente me levanté temprano y fui a limpiar otra casa ajena, porque mis hijos necesitaban comer.
Un día, mientras limpiaba el piso de una casa en San Pedro, la señora me preguntó si sabía cocinar comida casera. Le dije que sí; después de todo, aprendí a hacer tortillas y guisos desde niña en Chihuahua. Me ofreció trabajar medio tiempo como cocinera para su familia.
Ese fue el primer rayo de esperanza. Con ese dinero pude alquilar un cuarto pequeño cerca del mercado. Era apenas más grande que un baño, pero era nuestro. Camila decoró las paredes con dibujos; Mateo me ayudaba a barrer y lavar los platos.
Poco a poco fui consiguiendo más trabajos: lavando ropa, cocinando para otras familias, vendiendo tamales los domingos en la esquina del parque. Aprendí a moverme en la ciudad, a negociar precios en el mercado, a defenderme de los hombres que intentaban aprovecharse de mi situación.
Pero no todo era lucha externa; también peleaba contra mis propios miedos. Había noches en las que despertaba sudando frío, convencida de que Javier aparecería para llevarnos de vuelta al infierno del que habíamos escapado.
Un día recibí una llamada inesperada: era Javier. —Vuelve conmigo —dijo—. Los niños te necesitan aquí.
Sentí cómo se me helaba la sangre. Pero esta vez no temblé.
—Mis hijos están bien conmigo —le respondí—. Y yo también estoy bien sin ti.
Colgué el teléfono y lloré, pero esta vez fue de alivio.
Con el tiempo, Camila empezó a destacar en la escuela; Mateo se hizo amigo de todos los niños del barrio. Yo seguí trabajando duro, pero ya no sentía ese peso insoportable sobre los hombros. Había aprendido a pedir ayuda cuando la necesitaba y a confiar en mi propia fuerza.
A veces me encuentro con otras mujeres en el mercado o en la iglesia, mujeres que llevan las mismas cicatrices invisibles que yo. Nos miramos y nos entendemos sin palabras: sabemos lo difícil que es empezar desde cero cuando todo el mundo espera que te quedes callada y aguantes.
Hoy tengo un pequeño puesto de comida frente al parque; mis hijos me ayudan después de clases. No somos ricos ni vivimos sin problemas, pero somos libres y estamos juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más siguen atrapadas por miedo o por vergüenza? ¿Cuántas tienen la fuerza —o la oportunidad— de salir adelante como yo? ¿Y cuántas veces más vamos a decirle a nuestras hijas que aguanten en vez de enseñarles a volar?
¿Ustedes qué piensan? ¿De verdad todas tenemos esa fuerza o necesitamos algo más? Los leo.