Corazón partido: Cuando el amor de papá no alcanza para todos

—¿Por qué siempre tienes que defenderla, Nancy? —gritó mi papá desde la cocina, mientras yo, con apenas nueve años, apretaba mi cuaderno contra el pecho y miraba a mi mamá buscando refugio.

—No la estoy defendiendo, Adam. Solo quiero que la escuches —respondió ella, su voz temblando como una hoja en el viento. Yo sentía que el aire se volvía más denso cada vez que mi papá mencionaba mi nombre con ese tono seco, tan distinto al que usaba con mi hermano Esteban.

Esteban era dos años mayor que yo y el sol de los ojos de mi papá. Cuando sacaba buenas notas, Adam lo levantaba en brazos y lo paseaba por la sala, riéndose a carcajadas. Cuando yo llegaba con mi diploma de honor, apenas recibía un «bien hecho» sin apartar la vista del noticiero. Mi mamá intentaba compensarlo: me abrazaba fuerte y me decía que yo era su orgullo, pero el vacío seguía ahí, creciendo como una sombra en el patio trasero de nuestra casa en Córdoba.

Recuerdo una tarde de verano, cuando tenía diez años. Esteban había anotado dos goles en el partido del barrio y papá organizó un asado para celebrarlo. Invitó a todos los vecinos y hasta compró una torta con el nombre de Esteban escrito en glasé azul. Yo había ganado un concurso de poesía esa misma semana, pero nadie lo mencionó. Me senté en una esquina del patio, mirando cómo las luces de las guirnaldas bailaban sobre las cabezas de todos menos sobre la mía.

—¿Por qué no le cuentas a tu papá lo del concurso? —me susurró mamá, acariciándome el cabello.

—¿Para qué? No le importa —le respondí, tragando las lágrimas que me ardían en la garganta.

A veces pensaba que si me esforzaba más, si era más callada o más obediente, papá me miraría como miraba a Esteban. Pero nada cambiaba. Cuando cumplí doce años y me eligieron presidenta del curso, él ni siquiera fue a la ceremonia. «Tengo mucho trabajo», dijo. Pero esa misma tarde lo vi jugando fútbol con Esteban en la plaza.

La distancia entre nosotros se hizo un abismo cuando cumplí quince. Mi mamá organizó una fiesta sencilla: globos rosados, empanadas caseras y música de cumbia sonando desde el parlante viejo. Papá llegó tarde, con la camisa arrugada y sin regalo. Se acercó a mí, me dio un beso rápido en la mejilla y fue directo a buscar a Esteban para preguntarle cómo le había ido en el entrenamiento de fútbol.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Sentía rabia, tristeza y una culpa inexplicable por no ser suficiente para él. Mamá se sentó a mi lado en la cama y me abrazó fuerte.

—No es tu culpa, hija. Tu papá tiene sus heridas y a veces no sabe cómo amar —me susurró.

Pero yo solo quería que me quisiera igual que a Esteban.

Los años pasaron y la herida se hizo costra, pero nunca sanó del todo. Cuando terminé la secundaria con honores, mamá lloró de orgullo y papá solo preguntó si Esteban ya había decidido qué estudiar. Mi hermano se fue a Buenos Aires a probar suerte como futbolista y papá lo llamaba todos los días. A mí me preguntaba si necesitaba plata para los apuntes de la facultad y nada más.

Un día, cansada de ese silencio frío, le pregunté directamente:

—¿Por qué nunca te importé como Esteban?

Papá me miró sorprendido, como si nunca hubiera notado mi dolor.

—No digas tonterías, Alexandra. Yo los quiero igual —dijo, pero su voz sonaba vacía.

Me fui de casa a los veinte años para estudiar psicología en Rosario. Mamá me ayudó a empacar mis cosas y lloró en la terminal de ómnibus.

—No dejes que el dolor te convierta en piedra —me dijo antes de subir al colectivo.

En Rosario aprendí a vivir sola y a quererme un poco más. Pero cada vez que veía padres abrazando a sus hijas en la facultad o escuchaba historias de familias unidas, sentía un nudo en el estómago.

A los veinticinco años volví a Córdoba porque mamá enfermó. El cáncer la consumió rápido y papá parecía más perdido que nunca. Una noche, mientras cuidábamos a mamá juntos en el hospital, lo vi llorar por primera vez.

—No supe ser buen padre contigo —me dijo entre sollozos—. Siempre pensé que si te exigía menos era porque eras fuerte como tu mamá… pero creo que solo te hice daño.

No supe qué decirle. El perdón no llega fácil cuando uno ha crecido sintiéndose invisible.

Mamá murió esa primavera y la casa se llenó de silencios aún más pesados. Papá intentó acercarse: me invitó a tomar mate al patio, me preguntó por mi trabajo en la escuela y hasta me acompañó al cementerio los domingos. Pero algo se había roto hacía mucho tiempo.

Esteban volvió para el funeral y se quedó unas semanas. Una tarde nos sentamos los tres en la mesa del comedor y hablamos por primera vez de todo lo que nunca se había dicho.

—Yo siempre sentí que tenía que ser perfecto para papá —confesó Esteban—. Y vos siempre parecías tan fuerte… nunca pensé que te doliera tanto.

Nos miramos largo rato, reconociendo por fin nuestras heridas compartidas.

Hoy tengo treinta años y trabajo como psicóloga infantil en una escuela pública del barrio San Vicente. Cada vez que veo a una niña esforzándose por llamar la atención de sus padres, recuerdo a esa Alexandra chiquita sentada sola en el patio. Intento ser para mis alumnos lo que yo necesité: alguien que los vea, los escuche y les diga que son importantes.

A veces papá me llama para invitarme a almorzar o para contarme alguna anécdota vieja. Yo lo escucho con cariño, pero sé que hay cosas que nunca volverán a ser como antes.

Me pregunto si algún día podré perdonarlo del todo… o si aprenderé a vivir con ese hueco en el corazón.

¿Ustedes creen que es posible sanar las heridas del pasado? ¿O hay amores que simplemente no alcanzan para todos?