Corazón robado: Invierno en los Andes
—¡Mamá! ¡Julián no está en su cama! —grité, con la voz quebrada por el frío y el miedo, mientras la escarcha de la madrugada se colaba por las rendijas de nuestra humilde casa de adobe en las alturas de Ayacucho. Mi madre, Rosa, se levantó de un salto, aún con la manta tejida apretada al pecho, y corrió hacia el cuarto donde dormíamos los tres hermanos. El invierno ese año era despiadado: la nieve cubría los caminos y el viento helado parecía querer arrancarnos la esperanza junto con el aliento.
—¿Cómo que no está? —preguntó mi madre, con los ojos desorbitados, buscando a Julián entre las mantas como si pudiera aparecer por arte de magia. Mi padre, don Eusebio, ya estaba vistiéndose para salir a trabajar en la chacra, pero al escuchar el alboroto entró corriendo.
—¿Qué pasa? —dijo, su voz grave temblando más de lo habitual.
—¡Julián no está! —repetí, sintiendo que el pánico me apretaba el pecho.
Mi hermana menor, Lucía, empezó a llorar. Afuera, el viento aullaba como si compartiera nuestro dolor. Mi madre salió corriendo al patio, descalza sobre la nieve, gritando el nombre de mi hermano. Nadie respondió. El silencio era tan denso que dolía.
Así comenzó el día más largo de mi vida. Tenía diecisiete años y sentí que el mundo se me venía abajo. Julián solo tenía nueve años. ¿A dónde podía haber ido en medio de esa tormenta? ¿Quién podría llevárselo?
Mientras mi padre recorría el pueblo preguntando a los vecinos, mi madre y yo revisábamos cada rincón de la casa. Encontramos la puerta trasera entreabierta y huellas pequeñas que se perdían entre la nieve. Mi madre se arrodilló y lloró como nunca antes la había visto.
—Esto es culpa mía —susurró—. Anoche discutimos porque no quería ayudarme a pelar papas. Le grité…
La culpa nos envolvía a todos. Yo recordé cómo Julián me había pedido que le leyera un cuento antes de dormir y yo lo ignoré porque estaba cansada del trabajo en la chacra. Lucía sollozaba en silencio, abrazando una frazada vieja.
El pueblo entero se movilizó. Don Gregorio, el alcalde, organizó una búsqueda. Los hombres salieron con linternas y palos; las mujeres rezaban en la iglesia. Pero las horas pasaban y no había señales de Julián.
Esa noche, mientras mi madre encendía velas frente al altar improvisado con la imagen del Señor de los Milagros, mi padre llegó con una noticia inquietante.
—Dicen que vieron una camioneta blanca cerca del río esta madrugada —dijo—. No era de nadie del pueblo.
El miedo se transformó en terror. Todos sabíamos lo que eso podía significar: trata de personas. En los últimos meses habían desaparecido otros niños en pueblos cercanos. Nadie hablaba mucho del tema por miedo o vergüenza, pero todos lo sabíamos.
Mi madre se aferró a mí como si pudiera protegerla del dolor.
—¿Por qué nos pasa esto? —lloraba—. ¿Por qué a nosotros?
Esa noche no dormimos. Cada sonido afuera nos hacía saltar. Yo miraba a Lucía dormir abrazada a mi lado y pensaba en Julián: ¿estaría solo? ¿Tendría frío? ¿Estaría asustado?
Al día siguiente, llegaron policías desde Huamanga. Preguntaron por enemigos, por problemas familiares, por cualquier cosa extraña que hubiéramos notado. Mi padre bajó la mirada cuando le preguntaron si debía dinero a alguien.
—Solo un poco —admitió—. A don Ramiro… pero nada grave.
Don Ramiro era conocido por prestar dinero a intereses altísimos y por sus amistades peligrosas. Mi madre palideció.
—¿Tú crees que…?
—No sé —dijo mi padre—. Pero haré lo que sea para recuperar a mi hijo.
Los días pasaron y la esperanza se fue congelando junto con los caminos. Los vecinos empezaron a murmurar: que si Julián era muy travieso, que si mi padre debía mucho dinero, que si mi madre había hecho algún mal paso en su juventud. El dolor se mezclaba con la vergüenza y la rabia.
Una tarde, mientras ayudaba a Lucía con las tareas de la escuela, escuché un golpe en la puerta. Era doña Mercedes, la vecina.
—Hija —me dijo en voz baja—, anoche vi a tu padre hablando con unos hombres extraños cerca del cementerio…
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Y si mi padre estaba metido en algo peligroso? ¿Y si Julián era solo una víctima más de las deudas y los secretos?
Esa noche enfrenté a mi padre.
—Papá, dime la verdad —le exigí—. ¿Tienes algo que ver con lo que le pasó a Julián?
Me miró con ojos cansados y llenos de lágrimas.
—Te juro por Dios que no —susurró—. Pero sí le debía dinero a gente mala… Tal vez quisieron asustarme… Nunca pensé que llegarían tan lejos.
Mi madre lo abofeteó entre gritos y sollozos.
—¡Nos arruinaste! ¡Por tu culpa nuestro hijo está perdido!
La familia se rompió esa noche. Mi padre salió de la casa y no volvió hasta el amanecer. Mi madre no dejó de llorar ni un segundo.
El invierno seguía apretando su puño sobre nosotros. Los días eran grises y las noches interminables. La comida escaseaba porque nadie tenía fuerzas para trabajar la tierra ni cuidar los animales.
Una semana después, recibimos una llamada anónima al teléfono público del pueblo.
—Si quieren volver a ver al niño, preparen cinco mil soles —dijo una voz ronca—. No llamen a la policía o no lo verán nunca más.
El terror se apoderó de nosotros. No teníamos ese dinero ni aunque vendiéramos todo lo que poseíamos. Mi madre cayó desmayada; Lucía gritaba; yo sentí que me ahogaba.
El pueblo se dividió: algunos decían que debíamos hacer lo que pedían; otros sugerían enfrentar a los criminales; otros más nos culpaban por traer problemas al pueblo.
Mi padre decidió irse a Huamanga a buscar ayuda entre familiares lejanos. Yo me quedé cuidando a Lucía y a mi madre, que apenas comía ni hablaba.
Una noche, mientras rezaba frente al altar improvisado, sentí una mano en mi hombro: era Lucía.
—¿Crees que Julián volverá? —me preguntó con voz temblorosa.
No supe qué responderle. Solo pude abrazarla fuerte y llorar en silencio.
Pasaron dos semanas eternas hasta que una mañana llegó Julián caminando solo por el camino del río: sucio, hambriento y temblando de frío, pero vivo. Nadie supo nunca cómo escapó ni quién lo había tenido cautivo; él solo decía que unos hombres lo encerraron en una casa lejos del pueblo y que logró huir cuando se quedaron dormidos borrachos.
La alegría fue inmensa pero también amarga: nunca volvimos a ser los mismos. Mi padre se fue del pueblo poco después; mi madre enfermó del corazón; Lucía dejó de hablar durante meses; yo crecí de golpe esa noche eterna.
Hoy, años después, cada vez que cae nieve sobre los Andes y escucho el viento golpear las ventanas, me pregunto: ¿Cuántos niños más desaparecen sin que nadie los busque? ¿Cuántos secretos se esconden bajo el hielo del silencio? ¿Qué harías tú si te arrebataran lo más querido en medio del frío?