Creí que mi vida era tranquila a los 64 años, hasta que mi perro trajo un caballo y desenterró secretos del pasado

—¡Pancho! ¡Dejá de ladrar, por favor!—grité desde la cocina, mientras el mate se me enfriaba entre las manos. Pero Pancho no me hizo caso. Sus ladridos se mezclaban con un relincho agudo, algo que no escuchaba desde hacía años en este campo olvidado por Dios.

Salí apurada, con el delantal manchado de harina y el corazón acelerado. Y ahí estaba: Pancho saltando alrededor de un caballo tordillo, flaco y con una herida fea en la pata. El animal temblaba, los ojos desorbitados, como si hubiera visto al mismísimo diablo. Me quedé helada. ¿De dónde había salido ese caballo? ¿Quién lo había dejado así?

—Tranquilo, che…—le susurré al caballo, acercándome despacio. Pancho me miraba como diciendo «¿viste lo que encontré?». No era normal que un animal así apareciera en mi rancho. Nadie pasaba por aquí desde que cerraron el camino viejo y los vecinos se fueron mudando uno a uno.

Mientras le limpiaba la herida con agua tibia y yodo, sentí una punzada en el pecho. Hacía años que no tocaba un caballo. Desde que mi hijo, Julián, se fue de casa después de aquella discusión horrible, no había vuelto a ensillar ni a mirar el potrero. El campo se me había hecho más grande y más vacío desde entonces.

Esa noche no pude dormir. El caballo respiraba agitado en el galpón y Pancho no se despegaba de su lado. Me senté junto a la ventana, mirando la luna llena sobre los cerros, y los recuerdos me golpearon como una tormenta de verano.

—¿Por qué volviste ahora?—me pregunté en voz baja, aunque sabía que no era al caballo a quien le hablaba.

Al día siguiente, mientras le daba de comer al animal, noté algo raro: tenía una marca en la paleta. Una «J» grabada a fuego. Se me heló la sangre. Esa marca era de Julián. Era imposible. ¿Mi hijo había estado aquí? ¿O alguien le había robado el caballo?

El corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme en el suelo de tierra. Hacía más de diez años que no sabía nada de Julián. Después de la muerte de su padre, se volvió arisco, rebelde. Discutimos por todo: por la herencia, por el campo, por su novia —esa chica de la ciudad que nunca me cayó bien—. Una noche se fue dando un portazo y nunca más volvió.

Me levanté como pude y fui directo al teléfono. Dudé un rato largo antes de marcar el número de mi hermana, Lucía, en Villa Dolores.

—¿Hola?—su voz sonó cansada.

—Lucía… soy yo. Escuchame… apareció un caballo acá, con la marca de Julián.—Mi voz temblaba.

Hubo un silencio largo del otro lado.

—Mariana…—dijo al fin—. Mejor que vengas a Villa Dolores. Hay cosas que tenés que saber.

El viaje fue eterno. El colectivo traqueteaba por el ripio y yo no podía dejar de pensar en Julián. ¿Estaría vivo? ¿Habría vuelto al pueblo? ¿Por qué nadie me avisó?

Lucía me esperaba en la terminal con los ojos rojos de tanto llorar.

—Julián estuvo acá hace unos meses—me dijo apenas nos sentamos en su cocina—. Estaba mal… muy flaco, con la mirada perdida. Dijo que quería arreglar las cosas con vos, pero tenía miedo.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué no vino? ¿Por qué no me buscó?

—Se fue sin decir adónde—siguió Lucía—. Pero dejó esto para vos.—Me alcanzó una carta arrugada.

La abrí con manos temblorosas:

«Mamá,
Sé que te fallé y que te hice mucho daño. No supe cómo volver después de todo lo que pasó con papá y con el campo. Pero quiero que sepas que siempre te llevé conmigo. Si algún día ves mi caballo, es porque estoy cerca y necesito tu perdón.
Julián»

Las lágrimas me nublaron la vista. Volví al rancho esa misma tarde, con la carta apretada contra el pecho y una esperanza nueva latiendo en el corazón.

Esa noche soñé con Julián de niño, corriendo entre los eucaliptos, riéndose a carcajadas mientras su padre lo levantaba en brazos. Me desperté llorando, pero también sintiendo algo distinto: una necesidad urgente de perdonar y ser perdonada.

Pasaron los días y cada vez que miraba al caballo —al que llamé Esperanza— sentía que Julián estaba cerca. Empecé a salir más al pueblo, a preguntar discretamente por él en la cooperativa, en la estación de servicio, en la parroquia.

Un domingo cualquiera, mientras compraba pan casero en la feria, escuché dos hombres hablar:

—Ese muchacho nuevo del aserradero… dicen que vino del sur buscando trabajo. Medio callado, pero buen tipo.

No sé cómo lo supe, pero sentí que era Julián. Fui hasta el aserradero con el corazón en la boca. Y ahí estaba: más viejo, más flaco, pero inconfundible.

Me quedé parada frente a él sin poder decir palabra. Él me miró con esos ojos tristes que eran los mismos de cuando era chico.

—Mamá…—susurró.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados ni cuántas lágrimas caímos sobre ese suelo polvoriento. Solo sé que ese día empezó otra vida para los dos.

Hoy Julián vive conmigo otra vez en el rancho. El campo ya no es tan silencioso ni tan triste. Pancho corre feliz entre las vacas y Esperanza relincha cada vez que Julián se acerca.

A veces pienso en todo lo que perdimos por orgullo y miedo a pedir perdón. ¿Cuántas familias se rompen así en silencio? ¿Cuántos hijos y madres se extrañan sin animarse a dar el primer paso?

¿Vale la pena vivir tantos años peleados cuando el amor está ahí nomás, esperando una señal? ¿Cuántos caballos heridos necesitamos para animarnos a sanar nuestras propias heridas?