Creí que tenía suerte con mi nuera… pero después de la boda todo cambió
—¿Por qué ya no me hablas como antes, Mariana? —le pregunté una tarde, mientras ella recogía los platos en silencio, sin mirarme a los ojos.
El sonido de la loza chocando en el fregadero fue la única respuesta que recibí. Mi hijo, Santiago, estaba en la sala viendo el noticiero, ajeno a la tensión que llenaba la cocina. Yo me quedé ahí, parada, con el corazón apretado y una pregunta ardiéndome en la garganta: ¿en qué momento todo se torció?
Cuando Santiago me presentó a Mariana hace tres años, sentí que el destino por fin me sonreía. Después de perder a mi esposo en un accidente de tráfico en la carretera a Cuernavaca, mi vida se había vuelto gris y monótona. Santiago era mi único hijo, mi razón para levantarme cada mañana. Verlo enamorado de una muchacha tan dulce y sencilla me devolvió la esperanza.
Mariana venía de una familia humilde de Puebla. Era callada, siempre con una sonrisa tímida y las manos ocupadas: cocinando, limpiando, ayudando en lo que podía. Cuando se mudaron juntos al departamento que compartíamos en la colonia Narvarte, todo era armonía. Mariana me preparaba café por las mañanas y juntas veíamos las telenovelas por las tardes. Incluso me enseñó a hacer mole poblano como el de su abuela.
Pero después de la boda civil, algo cambió. Al principio pensé que era el estrés de los preparativos o el cansancio del trabajo. Pero los días pasaron y Mariana empezó a evitarme. Ya no se sentaba conmigo a platicar; sus respuestas eran cortas y sus ojos, antes tan cálidos, ahora parecían mirar a través de mí.
—¿Te pasa algo? —le pregunté una noche mientras doblábamos la ropa.
—No, señora Lucía —me contestó sin levantar la vista—. Todo está bien.
Pero yo sabía que no era cierto. Empezaron los pequeños roces: la comida que no le gustaba a Santiago, las cuentas de la casa, el espacio en el refrigerador. Mariana dejó de cocinar para todos y empezó a preparar platillos solo para ella y mi hijo. A veces llegaba tarde del trabajo y ni siquiera me avisaba. Sentía que mi propio hogar se me escapaba de las manos.
Un domingo, durante la comida familiar, exploté:
—¿Por qué ya no compartimos nada? Antes éramos una familia…
Santiago me miró sorprendido. Mariana bajó la cabeza y murmuró:
—Es que ya no me siento cómoda aquí.
El silencio fue tan pesado que casi podía tocarse. Mi hijo intentó mediar:
—Mamá, Mariana y yo necesitamos nuestro espacio…
Sentí como si me arrancaran el corazón. ¿Espacio? ¿Después de todo lo que había hecho por ellos?
Esa noche lloré en mi cuarto, recordando cuando Santiago era niño y corría a abrazarme después de la escuela. Ahora era un hombre hecho y derecho, pero yo seguía viéndolo como mi pequeño.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Mariana evitaba cualquier conversación conmigo; Santiago llegaba cada vez más tarde del trabajo. Empecé a notar cosas extrañas: llamadas a escondidas, mensajes borrados en el celular de mi hijo, discusiones en voz baja detrás de la puerta cerrada.
Una tarde escuché a Mariana llorando en el baño. Me acerqué para consolarla, pero cuando toqué la puerta, ella gritó:
—¡Déjeme en paz!
Me alejé herida, preguntándome qué había hecho mal. ¿Había sido demasiado controladora? ¿Demasiado protectora con Santiago?
Un día encontré una carta en el cajón del comedor. Era de Mariana para su madre:
“Mamá, no aguanto más. Siento que aquí nunca voy a ser suficiente. La señora Lucía siempre está encima de nosotros; no puedo respirar. Santiago no me defiende… Me siento sola.”
Leí esas palabras con lágrimas en los ojos. ¿De verdad era yo ese monstruo del que hablaba? ¿Había perdido tanto el rumbo?
Decidí hablar con Santiago esa noche.
—Hijo, ¿soy una carga para ustedes?
Él suspiró y me tomó la mano:
—Mamá… Mariana necesita sentirse parte de esta casa, no una invitada. A veces siento que no le das su lugar.
Me dolió escucharlo, pero entendí que tenía razón. Había estado tan aferrada a mi papel de madre que olvidé que ahora él tenía su propia familia.
Esa noche recé por primera vez en mucho tiempo. Le pedí a Dios paciencia y sabiduría para soltar a mi hijo sin perderlo para siempre.
Al día siguiente preparé café y esperé a Mariana en la cocina.
—Mariana —le dije con voz temblorosa—, quiero pedirte perdón si te he hecho sentir incómoda o fuera de lugar. No ha sido mi intención… Solo quiero que seas feliz aquí.
Ella me miró sorprendida y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Gracias, señora Lucía… Yo también quiero llevarme bien con usted, pero a veces siento que no tengo voz aquí.
Nos abrazamos por primera vez en meses. No resolvimos todos nuestros problemas esa mañana, pero fue un comienzo.
Ahora trato de darles su espacio y confiar en que Santiago sabrá construir su propio hogar. A veces me siento sola, pero entiendo que los hijos no nos pertenecen; solo los cuidamos por un tiempo.
Me pregunto si algún día podré dejar ir del todo sin sentir que pierdo una parte de mí misma… ¿Cuántas madres han sentido este vacío cuando sus hijos crecen y toman su propio camino? ¿Cómo aprendemos a soltar sin dejar de amar?