Cuando el amor de madre no basta: la historia de Teresa y su hijo emprendedor
—¡Mamá, ya te dije que no necesito que revises esos papeles!— gritó Julián desde la oficina improvisada en el comedor. Su voz rebotó en las paredes de nuestro pequeño departamento en Córdoba, Argentina, y me atravesó como una lanza. Yo sostenía una carpeta azul, llena de facturas vencidas y recibos arrugados, mientras sentía que el corazón se me caía a los pies.
No era la primera vez que discutíamos así. Desde que Julián decidió abrir su propia empresa de diseño gráfico, yo me convertí en su contadora, su secretaria, su limpiadora y, sobre todo, su banco personal. Vendí mis joyas para ayudarlo a pagar el primer alquiler del local; pedí préstamos a mis amigas del barrio para cubrir los sueldos de sus empleados cuando las cosas iban mal. Todo lo hacía por él, por ese hijo que crié sola desde que su papá nos dejó por otra familia en Rosario.
Recuerdo la primera vez que Julián llegó a casa con la idea de ser su propio jefe. Tenía los ojos llenos de sueños y las manos temblorosas. “Mamá, si no lo intento ahora, nunca lo voy a hacer”, me dijo. Y yo, como tantas madres latinas, sentí que era mi deber apoyarlo. ¿No es eso lo que hacemos? ¿No es eso lo que nos enseñaron nuestras madres y abuelas?
Pero nadie me advirtió del precio. Nadie me dijo que el amor puede volverse una soga al cuello.
Las cosas empezaron a cambiar cuando la empresa creció. Julián contrató a Sofía, una chica joven y ambiciosa que enseguida se ganó su confianza. Yo notaba cómo ella me miraba con desdén cada vez que entraba a la oficina con mi mate y mis carpetas. “Teresa, ¿no sería mejor que te ocupes solo de la limpieza? La contabilidad es muy complicada”, me dijo una tarde. Sentí vergüenza, pero no dije nada. No quería ser un estorbo para mi hijo.
Las discusiones se hicieron más frecuentes. Julián empezó a llegar tarde a casa, a contestarme con monosílabos, a evitar mi mirada. Una noche, después de una pelea especialmente dura por unas facturas impagas, me gritó: “¡No sos mi empleada! ¡Sos mi mamá! ¡Dejame hacer las cosas a mi manera!”
Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.
Pasaron los meses y la distancia entre nosotros creció como una grieta imposible de tapar. Un día, al volver del supermercado, encontré mis cosas apiladas en cajas junto a la puerta. Julián estaba parado al lado de Sofía, con los brazos cruzados.
—Mamá… creo que es mejor que te tomes un tiempo. La empresa necesita otro tipo de ayuda ahora. Ya contratamos a un contador profesional— dijo él, sin mirarme a los ojos.
Sentí que el mundo se me venía abajo. No solo perdía mi trabajo; perdía mi lugar en la vida de mi hijo. Salí del departamento con las cajas en brazos y el alma hecha trizas.
Ahora vivo sola en un monoambiente pequeño, rodeada de papeles viejos y lapiceras con el logo de la empresa de Julián. A veces lo llamo y no responde. Otras veces me manda mensajes cortos: “Estoy ocupado”, “Después te llamo”. Mi hermana Marta me dice que tengo que dejarlo ir, que ya es grande y debe aprender solo. Pero ¿cómo se aprende a dejar ir a un hijo?
A veces salgo al balcón y veo a las vecinas charlando sobre sus hijos: “Mi nena se fue a España”, “El mayor está trabajando en Chile”. Todas hablan con orgullo y nostalgia. Yo solo siento un vacío inmenso.
Una tarde lluviosa, Julián vino a visitarme después de meses sin vernos. Traía una bolsa con medialunas y una expresión cansada.
—Mamá… —dijo titubeando— Perdón por todo lo que pasó. No supe manejarlo. Sofía y yo terminamos mal… La empresa está en problemas otra vez.
Lo miré largo rato antes de responder.
—¿Querés que te ayude otra vez?
Él bajó la cabeza.
—No sé… No quiero lastimarte más.
Sentí una mezcla de alivio y tristeza. Por primera vez entendí que ayudarlo no siempre era lo mejor para él… ni para mí.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que me olvidé de mí misma por cuidar a Julián; en todas las madres que conozco que viven para sus hijos y se quedan vacías cuando ellos ya no las necesitan.
Hoy sigo sola, pero aprendiendo a poner límites. A veces extraño aquellos días caóticos llenos de facturas y discusiones; otras veces agradezco el silencio y la paz de mi nuevo hogar.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de soltar? Me gustaría saber qué piensan ustedes… porque yo todavía no tengo la respuesta.