Cuando el amor no es igual para todos: La herida invisible de una familia

—No puedo, hija, de verdad que no tengo fuerzas para cuidar a tu niño—. La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en la sala mientras yo sostenía a Emiliano, mi hijo de apenas un año, que lloraba desconsolado. Mi esposo, Andrés, me miró con esa mezcla de resignación y rabia que ya conocía demasiado bien.

Pero esa misma tarde, mientras regresaba del trabajo, vi desde la esquina cómo doña Carmen jugaba en el parque con la bebé de su hija menor, Valeria. La cargaba en brazos, le cantaba canciones y hasta corría detrás de ella cuando intentaba gatear hacia la fuente. Sentí un nudo en la garganta tan apretado que apenas podía respirar. ¿Por qué para mi hijo no había fuerzas, pero para la nieta de Valeria sí?

No era la primera vez que sentía esa punzada de injusticia. Desde que me casé con Andrés, noté que en su familia todo giraba alrededor de Valeria. Ella era la consentida, la que nunca cometía errores, la que recibía los mejores regalos en Navidad y los abrazos más largos en los cumpleaños. Yo intentaba convencerme de que exageraba, pero cada gesto, cada palabra, me lo confirmaban una y otra vez.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con pollo y Emiliano jugaba con una cuchara en el piso, le dije a Andrés lo que había visto. Él bajó la mirada y se quedó callado. El silencio se hizo tan pesado que hasta Emiliano dejó de hacer ruido.

—¿Por qué no le dices algo?— pregunté al fin, con la voz temblorosa.

Andrés se frotó los ojos y murmuró: —Es mi mamá… No quiero pelear más con ella. Siempre fue así con Valeria. Yo ya estoy acostumbrado.

Pero yo no estaba acostumbrada. No podía aceptar que mi hijo creciera sintiéndose menos querido por su propia abuela. Recordé mi infancia en Veracruz, donde mi abuela materna me abrazaba fuerte y me decía que yo era su tesoro. ¿Por qué Emiliano no podía tener eso?

Los días pasaron y la herida se fue haciendo más profunda. Cada vez que necesitaba ayuda para cuidar a Emiliano porque tenía que ir al médico o hacer algún trámite, doña Carmen encontraba una excusa: «Me duele la espalda», «Tengo que ir al mercado», «Hoy no puedo». Pero cuando Valeria llamaba, bastaba una palabra para que doña Carmen saliera corriendo a cuidar a su nieta.

Un domingo, durante una comida familiar, Valeria llegó tarde y todos la esperaron para partir el pastel. Cuando entró, doña Carmen se levantó como si hubiera visto a la Virgen y le sirvió primero a ella y a su hija. Nadie dijo nada, pero yo sentí las miradas incómodas de los otros hermanos de Andrés. Sabían lo que pasaba, pero nadie se atrevía a hablar.

Esa noche Andrés lloró por primera vez delante de mí. Lloró como un niño al confesarme que siempre se sintió menos importante para su madre. Que cuando era pequeño y se enfermaba, doña Carmen le decía: «No seas chillón, aprende de tu hermana». Que nunca le preguntó cómo estaba en la escuela ni fue a verlo jugar fútbol.

—¿Y si nos alejamos?— le pregunté entre lágrimas.

—No puedo dejarla sola… Es mi mamá— respondió él, con esa culpa tan típica de los hijos latinoamericanos.

La tensión creció hasta que un día exploté. Fui a casa de doña Carmen y le dije todo lo que tenía guardado:

—¿Por qué mi hijo no merece tu amor? ¿Por qué siempre tienes fuerzas para Valeria y su hija pero nunca para Emiliano? ¿Qué te hizo Andrés para que lo quieras menos?

Doña Carmen me miró como si yo fuera una extraña. Se defendió diciendo que no era cierto, que yo malinterpretaba todo, que ella quería a todos sus nietos igual. Pero sus acciones decían otra cosa.

Desde ese día nuestra relación cambió para siempre. Andrés empezó a visitar menos a su madre y yo dejé de buscar su ayuda. Emiliano creció sin el cariño de su abuela paterna, pero rodeado del amor incondicional de mis padres y mis hermanos.

A veces me pregunto si hice bien en enfrentarla o si debí callar para evitar más dolor. Pero cada vez que veo a Emiliano reírse con mis padres, sé que merece sentirse amado sin condiciones ni comparaciones.

¿Hasta cuándo vamos a permitir el favoritismo en las familias? ¿Cuántos niños crecen sintiéndose menos por culpa de adultos incapaces de amar sin distinciones? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez esa herida invisible?