Cuando el Amor Pesa: La Historia de Lucía y Mauricio

—¡Lucía, apúrate que se enfrían las empanadas!— gritó Mauricio desde la sala, mientras yo terminaba de servir los vasos de refresco. Era viernes por la noche en nuestra casa de San Miguel de Tucumán, y como cada semana, celebrábamos el fin de la jornada con una montaña de comida chatarra. Las risas, el olor a fritura y la televisión a todo volumen eran nuestro refugio del mundo.

Pero esa noche, mientras mordía una hamburguesa doble con extra queso, sentí una punzada en el pecho. No le di importancia. «Debe ser el estrés», pensé. Mauricio me miró con ternura y me pasó una servilleta. —¿Estás bien, amor?— preguntó. Le sonreí, pero por dentro sentí miedo.

No era la primera vez que me pasaba. Últimamente, subir las escaleras me dejaba sin aire, y mi ropa ya no me entraba. Pero lo peor era ver a Mauricio: su respiración pesada al dormir, su cansancio constante, sus rodillas hinchadas. Nos reíamos juntos de nuestros kilos de más, como si fuera un chiste privado. Pero en el fondo sabíamos que algo no estaba bien.

Todo cambió un martes cualquiera. Fuimos al hospital porque Mauricio no podía dejar de toser. El doctor Ramírez nos miró serio después de los exámenes. —Lucía, Mauricio, tengo que ser honesto: si siguen así, no van a llegar a los 40. Sus corazones están al límite. Tienen que bajar de peso ya—. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

Salimos del consultorio en silencio. En el auto, Mauricio rompió a llorar. Nunca lo había visto así. —No quiero morirme, Lucía— susurró. Yo tampoco quería perderlo. Pero ¿cómo cambiar después de años de malos hábitos? ¿Cómo dejar atrás las noches de pizza y películas, los desayunos con medialunas y dulce de leche?

Esa noche no cenamos. Nos quedamos abrazados en la cama, escuchando la lluvia golpear el techo de chapa. —¿Y si lo intentamos juntos?— propuse. Mauricio asintió sin decir palabra.

El primer día fue un infierno. Abrí la heladera y vi los restos de torta, los embutidos, las gaseosas. Tiré todo a la basura entre lágrimas. Mauricio me ayudó, aunque le temblaban las manos. Fuimos al mercado y compramos frutas, verduras, pollo y agua mineral. La cajera nos miró raro: nunca nos había visto comprar nada sano.

La familia no entendía nada. Mi mamá me llamó preocupada: —¿Estás enferma? ¿Por qué no comés como antes?— Mi suegra se ofendió cuando rechacé su guiso de mondongo. Los amigos se reían: —¡Ay, ahora son fit!— decían entre carcajadas.

Pero lo peor era la tentación. El olor a pan recién horneado en la esquina, los vendedores ambulantes con churros calientes, las publicidades de hamburguesas gigantes en la tele. Mauricio y yo peleábamos por tonterías: él quería abandonar todo y yo lloraba por un alfajor.

Una tarde discutimos fuerte:
—¡No aguanto más!— gritó él.
—¡Entonces andate!— le respondí entre sollozos.

Se fue dando un portazo. Me quedé sola mirando mi reflejo en el espejo: ojeras, piel apagada, tristeza en los ojos. Pensé en rendirme. Pero recordé las palabras del doctor y el miedo volvió a apretar mi pecho.

Esa noche Mauricio regresó con una flor robada del jardín vecino.
—Perdón— murmuró.—No sé si puedo hacerlo solo.

—No estás solo— le dije.—Estamos juntos en esto.

Empezamos a caminar por la plaza cada mañana antes del trabajo. Al principio apenas dábamos una vuelta sin ahogarnos. La gente nos miraba como si fuéramos extraterrestres: dos gordos sudando bajo el sol tucumano. Pero poco a poco fuimos mejorando.

Aprendimos a cocinar juntos: ensaladas coloridas, sopas caseras, pollo al horno con limón y orégano. Descubrimos sabores nuevos y nos reímos de nuestros fracasos culinarios (como aquella vez que quemamos todo el arroz). Mauricio inventó una rutina: cada kilo perdido era motivo de fiesta (sin comida, claro). Poníamos música y bailábamos cumbia en el living.

Los meses pasaron y los cambios se notaban: menos dolor en las rodillas, más energía para jugar con nuestros sobrinos, menos visitas al médico. La ropa vieja empezó a quedarnos grande; tuvimos que comprar pantalones nuevos en la feria.

Pero no todo era felicidad. Hubo recaídas: cumpleaños con torta irresistible, navidades llenas de pan dulce y sidra, domingos de asado familiar donde todos nos tentaban con chorizos grasientos.

Una vez Mauricio se escondió en el baño para comerse una bolsa de papas fritas a escondidas. Lo descubrí por el olor y lloramos juntos de frustración.

—¿Por qué es tan difícil?— preguntó él.
—Porque estamos luchando contra años de costumbres— respondí.—Pero cada día cuenta.

El verdadero desafío llegó cuando mi papá enfermó del corazón. Volvimos al hospital y vi el miedo en los ojos de mi mamá. Sentí que podía perderlo para siempre. Esa noche recé como no lo hacía desde niña:

—Diosito, ayúdame a no rendirme.

Mauricio me abrazó fuerte:
—Si tú caes, yo caigo contigo.

Pasaron dos años desde aquella visita al doctor Ramírez. Entre los dos bajamos más de 150 kilos cada uno. No fue magia ni dieta milagrosa: fue dolor, esfuerzo y amor propio (y mutuo). Ahora corremos juntos en las maratones barriales; damos charlas en escuelas sobre alimentación saludable; ayudamos a otros que están donde estuvimos nosotros.

A veces extraño las noches de pizza y risas sin culpa. Pero cuando veo a Mauricio dormir tranquilo, sin ronquidos ni sobresaltos; cuando puedo abrazar a mis sobrinos sin cansarme; cuando mi mamá me dice «estoy orgullosa», sé que valió la pena cada lágrima.

Me pregunto si alguna vez dejaré de sentirme esa Lucía atrapada en su propio cuerpo, buscando consuelo en la comida. ¿Será posible perdonarme por tanto daño? ¿Cuántos más tendrán que tocar fondo para decidir cambiar?

¿Y tú? ¿Qué harías si supieras que tu vida depende de un solo paso? ¿Te animarías a darlo?