Cuando el Amor se Encuentra con lo Imposible: Mi Camino entre el Dolor y la Fortaleza
—¿Por qué lloras, Lucía? —me preguntó mi suegra, doña Carmen, con esa voz seca que siempre me hacía sentir pequeña, como si mis emociones fueran un estorbo en su casa de paredes frías en el barrio San Martín de Medellín.
No pude responderle. Tenía la garganta hecha un nudo y las manos temblorosas. Había salido del consultorio del doctor apenas una hora antes, con la noticia retumbando en mi cabeza: nuestro hijo, el que llevaba siete meses creciendo en mi vientre, tenía una malformación cardíaca grave. El doctor usó palabras técnicas, pero lo único que entendí fue «riesgo de vida» y «cirugía inmediata al nacer».
Andrés, mi esposo, no dijo nada durante todo el camino de regreso. Solo miraba por la ventana del taxi, como si la ciudad pudiera darle respuestas. Yo quería que me abrazara, que me dijera que todo iba a estar bien, pero él solo murmuró: —No le digamos nada a mi mamá todavía.
Pero doña Carmen lo supo igual. Siempre lo sabe todo. Y cuando le conté, esperando un poco de consuelo, solo me miró con esos ojos duros y sentenció:
—Eso pasa por no hacerte bien los controles. ¿Ves? Ahora ese niño va a sufrir por tu culpa.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía ser tan cruel? Andrés no me defendió. Bajó la cabeza y se fue al patio a fumar. Yo me quedé sola en la cocina, con el eco de las palabras de doña Carmen rebotando en mi pecho.
Esa noche no dormí. Escuchaba los gritos de la calle, los perros ladrando, el televisor encendido en la sala. Andrés no volvió a la habitación hasta casi el amanecer. Cuando entró, olía a cigarrillo y a miedo.
—¿Y si mejor… no lo tenemos? —me dijo en voz baja, sin mirarme a los ojos.
Sentí que me arrancaban el alma. ¿Cómo podía siquiera sugerirlo? Ese niño era mío, era nuestro. Lloré en silencio hasta que salió el sol.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Doña Carmen empezó a tratarme como si fuera invisible. No me hablaba, no me servía comida, ni siquiera me miraba cuando pasaba por su lado. Andrés se sumergió en el trabajo y llegaba cada vez más tarde. Yo iba sola a las consultas médicas, sola escuchaba los diagnósticos cada vez más preocupantes.
Una tarde, mientras esperaba el bus para volver de la clínica, una señora mayor se sentó a mi lado. Me vio llorar y me ofreció un pañuelo.
—Hijita, ¿qué te pasa?
No sé por qué le conté todo. Tal vez porque necesitaba que alguien me escuchara sin juzgarme. Ella solo asintió y me dijo:
—Dios le da las batallas más duras a sus mejores guerreras. No estás sola, aunque así lo sientas.
Esas palabras se me quedaron grabadas.
Cuando llegó el día del parto, Andrés ni siquiera estaba en la ciudad. Se había ido a trabajar a Bucaramanga «para conseguir más plata», según él. Doña Carmen fue al hospital solo para firmar unos papeles y luego se fue diciendo que tenía cosas más importantes que hacer.
Parí sola. Recuerdo las luces blancas del quirófano, las voces apresuradas de los médicos y el llanto débil de mi hijo al nacer. Le pusieron Santiago. Era tan pequeño, tan frágil, con cables y tubos por todas partes.
Los días en el hospital fueron los más largos de mi vida. Dormía en una silla junto a la incubadora, rezando para que Santiago resistiera otra noche más. A veces pensaba en rendirme, en dejarme llevar por la tristeza, pero cada vez que veía esos ojitos luchando por vivir, encontraba fuerzas donde creía que no había nada.
Andrés llamaba de vez en cuando, preguntando si ya podía volver o si «todo seguía igual». Nunca preguntó cómo estaba yo. Doña Carmen no apareció más.
Un día, una enfermera joven llamada Mariana se sentó conmigo durante su descanso.
—No estás sola —me dijo—. Aquí todas somos familia cuando hay un niño luchando por vivir.
Me ayudó a buscar apoyo en un grupo de madres del hospital. Ahí conocí a otras mujeres como yo: solas, asustadas, pero llenas de amor por sus hijos. Compartimos historias, consejos y lágrimas. Aprendí a inyectar medicamentos, a leer monitores, a entender los términos médicos que antes me asustaban.
Después de dos meses interminables, Santiago salió del hospital. Volvimos a casa —mi casa ahora era un pequeño cuarto alquilado cerca del hospital porque no podía volver con Andrés ni con doña Carmen. Ellos nunca vinieron a vernos.
Empecé a trabajar vendiendo arepas en la esquina para pagar las medicinas de Santiago. A veces no alcanzaba para todo y tenía que elegir entre comer o comprarle sus pastillas. Pero nunca dejé de luchar.
Una tarde lluviosa, mientras recogía mis cosas después de vender las últimas arepas, vi a Andrés parado al otro lado de la calle. Se veía cansado, envejecido.
—Lucía… —dijo— ¿Puedo ver al niño?
Lo miré largo rato antes de responderle.
—Santiago no necesita un padre que solo aparece cuando le conviene —le dije—. Si quieres conocerlo, tendrás que demostrar que eres capaz de luchar por él como yo lo he hecho todos estos meses.
Andrés bajó la mirada y se fue sin decir nada más.
Hoy Santiago tiene tres años. Corre por el parque con una sonrisa enorme y aunque sigue tomando medicinas y visitando médicos cada mes, es un niño feliz. Yo también he cambiado: ya no soy la muchacha asustada que esperaba aprobación de los demás. Ahora sé que puedo con todo lo que venga.
A veces me pregunto si hice bien alejándome de Andrés y su familia. Si algún día Santiago me reclamará por haberlo criado sola. Pero cuando lo veo dormir tranquilo abrazado a su osito viejo, sé que tomé la mejor decisión posible.
¿Hasta dónde puede llegar una madre por su hijo? ¿Cuántas veces puede romperse el corazón antes de aprender a sanar sola? Los leo.