Cuando el amor se enferma: La historia de Bárbara
—¡Ya basta, Bárbara! Primero te envejeciste antes de tiempo y ahora sales con que estás enferma. ¡No puedo más! —gritó Ernesto, mi esposo, mientras tomaba sus llaves y azotaba la puerta de la casa. El eco de ese portazo retumbó en mi pecho mucho después de que él se fuera. Me quedé sentada en la mesa de la cocina, apretando el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
La voz del doctor aún resonaba en mi cabeza: “Señora Bárbara, los resultados no son buenos. Es cáncer”. El mundo se detuvo. Todo lo que había planeado, soñado, incluso temido, se desmoronó en ese instante. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta de nuestro barrio en Guadalajara, pero para mí, el tiempo se había congelado.
No supe cuánto tiempo pasé ahí, inmóvil. La vecina, Doña Lupita, tocó la puerta para pedirme azúcar y al verme la cara pálida y los ojos hinchados, solo murmuró: “Ay, hija… ¿qué te pasa?”. No pude responderle. ¿Cómo explicarle que mi esposo me había dejado porque me enfermé? ¿Cómo decirle que ahora tenía miedo hasta de respirar?
Esa noche, la casa se sentía más vacía que nunca. Ernesto no volvió. Ni una llamada, ni un mensaje. Solo silencio. Mi hija menor, Camila, llegó tarde de la universidad y al verme tan descompuesta preguntó: “¿Mamá, qué pasó? ¿Dónde está papá?”. No supe qué decirle. No quería preocuparla más de lo necesario. Le mentí: “Salió a despejarse”.
Pero Camila no era tonta. Me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mí y supo que algo grave pasaba. Se sentó a mi lado y me abrazó fuerte. Sentí cómo su abrazo era lo único que me mantenía unida a este mundo.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Ernesto no regresó. Mi hermana Patricia vino desde Zapopan a ayudarme con las citas médicas y las tareas de la casa. “Ese hombre no vale nada”, repetía una y otra vez mientras lavaba los platos o barría el patio. Pero yo no podía odiarlo. No todavía.
En el hospital, las enfermeras me trataban con una amabilidad que dolía. “¿Y su esposo?”, preguntaban al ver que siempre iba acompañada solo por Patricia o Camila. Yo bajaba la mirada y murmuraba cualquier excusa.
Una tarde, mientras esperaba mi turno para la quimioterapia, escuché a dos mujeres platicar sobre sus vidas. Una decía: “El mío se fue cuando supo que tenía lupus. Dijo que no quería cargar con una mujer enferma”. La otra respondió: “El mío se quedó, pero solo para recordarme todos los días lo inútil que soy”. Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué nos abandonan cuando más los necesitamos?
La quimioterapia fue dura. Perdí el cabello, las fuerzas y hasta las ganas de comer. Camila intentaba animarme cocinando mis platillos favoritos: enchiladas verdes, caldo tlalpeño… pero nada tenía sabor. Patricia me llevaba a misa los domingos y rezaba por mí con una fe que yo ya no tenía.
Un día, Ernesto apareció de nuevo. Llegó sin avisar, con el rostro cansado y la mirada esquiva. Se sentó frente a mí en la sala y dijo sin rodeos:
—Quiero el divorcio.
Sentí como si me hubieran dado otra mala noticia médica. Pero esta vez no lloré. Solo lo miré fijamente y pregunté:
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—No puedo con esto, Bárbara. No quiero pasar mis últimos años cuidando a una enferma… Yo también merezco ser feliz.
Me quedé muda. ¿Feliz? ¿Y yo? ¿Acaso yo no merecía ser feliz? ¿Acaso yo había elegido enfermarme?
Patricia entró justo en ese momento y al ver a Ernesto ahí, explotó:
—¡Eres un cobarde! ¡Bárbara siempre te cuidó cuando te quedaste sin trabajo! ¡Cuando tu mamá enfermó eras tú quien lloraba y ella quien te consolaba! ¡Y ahora te vas porque ella te necesita!
Ernesto solo bajó la cabeza y salió sin decir palabra.
Esa noche lloré como nunca antes en mi vida. Lloré por mí, por Camila, por todo lo que había perdido y por todo lo que aún tenía miedo de perder.
Pero algo cambió dentro de mí después de esa noche. Empecé a ver mi enfermedad no como una sentencia de muerte, sino como una oportunidad para renacer. Empecé a escribir un diario donde anotaba mis miedos, mis sueños y hasta mis pequeñas victorias diarias: “Hoy pude caminar hasta la tienda”, “Hoy Camila me hizo reír”, “Hoy Patricia me trajo flores”.
La comunidad también empezó a acercarse más. Doña Lupita venía todos los días a tomar café conmigo y contarme chismes del barrio; Don Julián, el señor de la tienda, me regalaba fruta fresca; incluso las señoras del grupo de oración venían a rezar conmigo.
Un día recibí una carta de Ernesto. Decía que se había ido a vivir con una mujer más joven en Tlaquepaque y que esperaba que pudiera perdonarlo algún día. No sentí rabia ni tristeza; solo un vacío tranquilo.
La vida siguió su curso. La quimioterapia terminó y los doctores dijeron que estaba en remisión. Camila terminó la universidad y consiguió trabajo como maestra en una primaria pública; Patricia volvió a su casa pero seguía llamándome todos los días.
Aprendí a vivir sola. Aprendí a quererme otra vez. Incluso empecé a salir con un grupo de mujeres del barrio los sábados por la tarde para jugar lotería y reírnos de nuestras desgracias.
A veces me pregunto si Ernesto fue solo un capítulo triste o una lección necesaria en mi vida. ¿Por qué nos abandonan cuando más los necesitamos? ¿Será que el amor verdadero solo se prueba en los momentos difíciles?
Hoy miro mi reflejo en el espejo —sin cabello, con cicatrices— pero con una mirada más fuerte que nunca antes. Y aunque todavía tengo miedo del futuro, sé que puedo enfrentarlo.
¿Ustedes qué harían si su pareja los abandona justo cuando más lo necesitan? ¿El dolor nos destruye o nos transforma? Los leo…